Thursday, April 20, 2006

EL PERRITO DE PELUCHE / BLOGNOVELA




Vertedero de cretinadas


PRESENTA

la

BLOGNOVELA


EL PERRITO DE PELUCHE


de

éktor henrique martínez














«....tiene como padre al diablo
y como madre a una santa canonizada;
ríe en los templos y llora en los burdeles»

Bonaventura


















PREPUCIO




Esta novelitita que usted, lectora o lector, se va a quemar en una par de horas-nalgas (o en menos tiempo), la escribí (in)cumplidamente siguiendo los meandros del formato weblog, o sea de manera velada, se apega a la disposición síquica de los güevones de la era del zapping; lectura fácil, digerible, divertida y anticanónica por su estructura pochi y extensión dosificada del discurso (castrar o deconstruir el texto). Parecerá una obra literaria, pero no lo es; las confesiones impúdicas lo impiden (¿pero acaso éstas no representan palpitaciones del espíritu).

El poder expresivo de la conciencia verbal se manifiesta a través de un discurso descontextualizado, permutación de signos —en correlaciones semióticas, transtextuales y palimpsestuosas— que derivan del pastiche, las alusión, el plagio, la glosolalia, la imitación, etcétera. Impulsos que estallan hacia afuera a través del proceso creador de la palabra, en sus más altas posibilidades de reinvención del mundo y la realidad; vincular lo uno con lo otro, —transitar de la memoria al olvido; repulsión y atracción del caos—: imaginación del objeto real.

Algunos capítulos que (des)integran este antitexto se publicaron por entregas esporádicas en la teta de vidrio del www.elcharquito.blogspot.com, algunos fueron sometidos a relaboración y otros extirpados.
Aunque se diga lo contrario, no le atribuimos a esta blognovela ningún sentido pornográfico o misógino; tampoco mantiene curso corriente con equis biografía; simplemente presenta una ficción literaria cuya unidad estructural (contradictoria y antitética) se organizó sin «querer queriendo» —como diría un metamorfosero de materia encefálica a sustancia estercolera—; el tema (¿cuál tema?), la acción, los personajes, los diálogos y demás elementos de la construcción que integran la estructura narrativa de esta fabulación titulada «El perrito de peluche», emergieron mientras picaba los botones del teclado; fogonazos verbales que llegaron de modo conciente e inconciente a la sesera del autor; quizá de la manera que llega a los ojos de quien ahora lee el presente libelo para mitigar su curiosidad.

Ojalá que esta novelucha pueda, cuando menos, sonrojar a pudibundas o arrancar risotadas. Más allá de sus defectos, esperemos que también sea un deleite literario. Y si, como reacción contra la mojigatería, le resulta repelente, pues... sorry —dijo el zorrillo—; cada quien mea lo que puede.



Tijuana, Baja California, 1 de diciembre de 2004.




el autor y el perrito













CERTIFICADO DE LIBERACIÓN



Lo que voy narrar es una historia impregnada de placer y lujuria, producto de una mente enferma, cochambrosa y pijotera. Es una fábula llena de palabras sucias, obscenas, descompuestas y podridas; muy de la talla de los gamberros, de gente sin oficio ni beneficio, mal educada y sin pudor, carente de cualidad o virtud, que ha sabido gozar de los placeres más insípidos del mundo y que, más temprano que tarde, siempre acaba ensuciándose de lodo.
Es un asunto que a usted, lector o lectora, no le conviene leer; en él no existe ni una brizna de pensamiento diligente. Créame que nada gana su conciencia en zambullirse en esta urdimbre de palabras que los críticos (es decir los aduladores o defenestradores) consideran metaliteratura, es decir una intentona literaria que quiere hablar acerca de la literatura; una historia dentro de otra historia o muchas historias sacadas de otras tantas historias.
Yo le pido de todo corazón que no lea; le causaría mala digestión a su salubérrima conciencia. Usted perderá sin denuedo el tiempo y nada obtendrá de provecho; son barruntos que no ilustran ni entretienen.
Por tanto, lo conmino a que deje de leer, ya no siga. Por el amor de Dios, no me desoiga. Acuérdese que a arca abierta el justo peca. Es por su bien.
Pero si usted insiste en proseguir la contumacia, solamente le pido que no haga público el pregón que hoy despacho. Guárdelo como un secreto en su memoria.
Por otra parte, quiero deslindar posibles culpas. Si usted, lectora o lector, encuentra algunas dosis de pornografía, considérese afortunada, pues ésta era la intención primigenia. Si algunos pasajes narrativos le provocan excitación sexual, ese es un problema estrictamente suyo. Yo acabó de llegar.










CAPÍTULO 1


¿ALGUIEN NO NACIÓ BICHI?





«Se oía aullar a los perros en todos los tonos»
M. Ogniov




Concierne lo que voy contar a una experiencia que viví cuando yo atravesaba el sturm und drang de la adolescencia; edad en que cualquier mozalbete, peladamente sucumbe ante las tentaciones de la carne. Me imagino que ese arrojo hacia la concupiscencia se debe a que uno quiere reafirmar su virilidad; esa inquietud desconocida que poseemos como animales sexuales y nos transforma en bestias sin pezuñas. Aunque también podría ser un síntoma de la sinvergüenzada, un impío desacato a la moral y las buenas costumbres.
Señalo esta razón porque mi madre no supo cómo orientarme para que evitara la puja y no me perdiera en una vida licenciosa. Mi madre era una auténtica alcahueta. No supo corregirme cuando vio lo disoluto de mi obrar. Y, por el contrario, me encubría creyendo que me ayudaba a enmendar mis liviandades. Consentidora, solapadora y ultratolerante como suelen ser las mujeres que se toman muy en serio su papel de madres y que tarde, muy tarde, recogen del muladar de las feministas las consignas rancias que han tirado como chanclas rotas e inservibles a ese basurero.
—Señora Marrufo, usted que su madre... Procure que su hijo no haga tantos desmanes. Hable con él, aconséjelo. Cuide a ese chamaco; no lo consiente tanto. Acabará muy mal.... se lo aseguro. —Este tipo de comentarios disparaban las vecinas. A mi jefa le entraban por un oido y le salían por el otro tales oráculos.
A esas agoreras yo les contestaba con un sonsonete de Bachman Turner Overdrive:

—Your haven't seen nothing yet [...y lo qué me falta hacer].

En lo que toca a mi padre, nunca pude acercarme a él. Me maldecía por que yo no era hijo suyo. Mi madre lo despreciaba porque era un chulo indiscreto y desheredado, digno de execración. Pese a todo, yo me sentía feliz de no ser vástago de ese pedazo de excremento, rastrero y ruin. Pero más feliz me sentí cuando lo mandaron al sepulcro y se convirtió en alimento de gusanos.
Mi verdadero padre era sacerdote que embarazó a mi madre cuando no cumplía ni los quince años de edad. Conforme a lo que yo sé, ella fue enviada a un convento un año antes de que mi verdadero padre, o sea el cura paidófilo, saciara sus bajas pasiones. El supuesto siervo de Dios, según habladurías, ya había embarazado otras monjas valiéndose de su investidura.

El pueblo era muy chico, de esos lugares que hay en Sonora donde se sabe hasta el color de los cerotes que uno tira en la hora del cague. Según el runrún, el tipo tendría en ese entonces poco más de 50 años. Mi madre nunca volvió saber de ese desgraciado y dos años después se casó con el pelafustán que ya mencioné.

De cierta manera, durante mi infancia el hecho de que yo fuera descendiente de un cura me redituaba ciertos privilegios y me colocaba por encima de la condición social que tenía la mayoría de mis amigos. Y no sólo eso, a medida que fui creciendo me di cuenta que mi bastardía tenía su lado bueno; pues permitía gozar y me arrebujaba de un pequeño fuero y disfrutaba de minúsculas concesiones.
La gente decía que yo no era hijo de un simple pelagatos, aludiendo como ejemplos a padres de amigos. Pues sí —pensaba—. Soy el producto de una violación. Así, debido a ese linaje, efecto de una vileza, me ahorraba pesadumbres y, aunque yo era un cutre, me libraba del mal trato que recibía el lacayaje desprotegido al que pertenezco. No se compare lo que digo con los privilegios y fueros que ostentan los políticos encumbrados o la burguesía criolla. No, lo mío consistía en cuquerías y nimiedades; simples preferencias, respalditos o dispensas insignificantes. Como, por ejemplo, acudir al dentista del IMSS sin sacar ficha; evitar hacer fila en la tortillería, los bancos, changarros e instituciones; librar una noche o dos de cárcel por andar de rijoso; desafanar de la chota cuando me tronaban en la conecta parando loquera.
El sino que portaba comenzó redituarme enconos y a generarme enemigos, la mayoría compañeros de infancia que por envidia o resentimiento se pitorreaban y hacían befa. El incidente me obligó a recurrir a una comadre recién traída de Tucson, Arizona, y bautizada como la 007 (de muelle)
A veces creía que mi madre no había sido quien me trajo al mundo, sino que me había parido una vaca loca.
A los ocho años de edad comencé a seguir los pasos del Fabián Roca, alias el Canalla, el personaje más malilla de la Yolanda Vargas Dulche.


...en casa de Magdala las malas son las mejores


Agotado ese repertorio, cuando quebraron al Canalla, al despuntar la adolescencia conocí al Yoni Roten, un morro lumpen de ideas anarquistas, criado en los arrabales de cacos, maricas, putas, borrachos y mariguanos. Ya se imaginarán todo escuelón que agarré a los trece años acoplado con el mentado «Juanito el Podrido», que dicho sea de paso, el plebe era una loba para robar baicas, estéreos de carro y modulares de cantones (solamente apañaba biclas Chóper, que eran las perronas —copias de la Harley Davidson en versión pedales; las Búfalo de cartero ni le llamaban la atención; y de aparatos de sonido, puro Pionner amacizaba de los ranflones y de los cantones solamente pegaba el gane si se trataba de Fisher, lo último y de lo mejor que rifaba en sonido).
El Yoni Roten era mi noi en la malandrinada; hijo de una maestra normalista formada en los avatares de la grilla sesentaiochera que luchaba por las causas perdidas y oriunda de la Nogalitos, la colonia más brava de Navojoa.
La jefa del Yoni, convencida de la necesidad de una revolución paralela a la rusa y cubana, y en aras de su misión histórica de propiciar la maduración de las «condiciones objetivas», decidió echar a su hijo en el regazo de la abuela y se retachó a Chilangolandia dispuesta a dar batalla —en realidad, se trataba solamente de azuzar con saliva— la paranoia del bonapartismo echeverrista. La ruca, más guevarista que el Che y más estalinista que el mismo Stalin, desata su furia de infantilismo de izquierda y acaba con la cabeza zambutida en una tina de mierda en los sótanos del campo militar número uno, recibiendo esa extrema unción del Gutiérrez Barrios, quien ordenó a sus gorilas que la cosieran a vergazos hasta que cantara su calidad de miembra de la Liga 23 de Septiembre.
La relación filiomaternal —parafraseando al Sabinón— duró lo que duran tres peces de hielo nadando en vaso de pisto •













CAPÍTULO 2


DE PRETENDIENTE A PRETENMUELA




«¡oh!, es vergonzoso cuando un perro no
sabe portarse bien en sociedad»
Lanza, Los dos hidalgos de Verona
Wlliam Shakespeare





Era mi novia una bella hechura de la naturaleza, una joven más pura que el cielo y de una inteligencia que abrumó el calostro de su madre; toda el alma la tenía transparente; visible que, a última instancia —como escribiera Valery—, descansa en lo invisible. Cursaba el tercer semestre de preparatoria cuando la conocí, e iniciado el embeleso de los envites amorosos le pedí un beso, y como era extremadamente mojigata, corrió a quejarse con padres, abuelos, tíos y hermanos que yo intentaba violarla.
Era una flor tierna que apenas se abría a la vida y a duras penas podía arrancarle un beso, y lo lograba, siempre y cuando cometiera yo el chanchuyo de usurpar el lugar de su osito de peluche.
Me atrevería a afirmar que el novio ideal que ella requería era un modelo equiparable a un eunuco. Aseguraba estar de mí enamorada pero no soltaba prenda. Qué desesperante relación. Confieso que tuve que aplicar medidas drásticas para deshacerme de ella.
—¿Hasta cuándo habrá que esperar? —le recriminaba—. ¿Porqué le das tanta importancia a la virginidad?
—Te amo —decía ella—. Pero no me entregaré a ti entanto no nos casemos.
—No seas tonta, el amor sin sexo es como un pájaro sin alas; simplemente no es.
—A mí me educaron para que llegara casta al matrimonio.
—Pues tú te lo pierdes, porque no es lo mismo apalear un techo que techar un palo. Sigue empollando bajo tus piernas el tesorito de la madre Conchita. A su debido tiempo sabrás que la castidad que defiendes a pie juntillas, es una fábula, una gastada moneda que ha perdido su troquelado.

La chamaca me salió más papista que el Papa, reprimiendo su deseo de independencia sexual se negó a soltarme la pepa porque más le importaba el anhelo de seguridad conyugal. Era una pobre, víctima de sus propias confusiones ideológicas, ignoraba las tremendas contradicciones que habría de solventar: ser madre se opone a ser amada.

Si a mí los males crónicos del libertinaje me hacían proceder así; supurando la impudicia, la morra no andaba muy al tiro que digamos, por su falsos prejuicios, rolar el chocho le daba más miedo que el que siente una tortuga acostada con el pecho hacia arriba, sobre todo el miedo al que han llamado «demonio» (superhombre o perversión de los instintos), como escribiera el deschavetado autor de «Así habló Zaratustra».
Nada más imagínense el porqué de la reticente postura de la chamaca, una vez agotados los recursos de persuasión que apliqué para que me soltara el quinto; en su nombre se deducía a priori la negación al desparpajo erótico, se llamaba Teresita del Niño Jesús, o sea que en la nomenclatura traía la marca de los fantasmas divinos.

Pobre morra, le pasó de noche la liberación sexual.

—De seguro has de ser de esas mojigatas que, una vez convertidas en señoras matrimoniadas, sus maridos les arriman golpizas y después se las cogen. Y todo como si nada.

Un día que la morra me agarró mal puesto, y, yo, hastiado de tanto ajerarle, viendo que mis reclamos y chantajes sentimentales no funcionaban, le aventé unas recias cacayacas sin prevenir los efectos (su candor se manchó de amargura, y el supuesto el amor se disgregó). Y miren sino:

—¡Si no te vas a mochar conmigo, aquí muere la cosa! Por que te voy decir la neta: ¡si a mí una vieja me gusta, me la cojo! Te andas apretando. Mejores culos he reventado.

Y que me saco el pito de la bragueta; se lo pongo enfrente, luego lo zarandeo y comienzo a miar las macetas de tulipanes de quien a partir de ese momento dejaba de ser mi suegra. Después de eso ya no había otra opción que salir por pierna. El suegro, un pinchi viejo panzón y mantenido, me tiró unos plomazos.

Cuánta razón tenía Aristóteles al decir que si el galán no es correspondido y no le cumplen lo que pide, tal vez sea que se ama al mal amado. Por esa razón los sofistas exigen el pago por adelantado. Pero ese no era mi caso, yo bufaba de impaciencia por probar mis armas y la cursilería era para mí algo que ya estaba podrido. Y en efecto, lo cursi —me parece que lo dijo Ortiz de Montellano— es la estética de los pobretones ambiciosos.
A la jainita, según me contaron años más tarde, le hicieron un chilpayate sin mediar casorio. Dicen que el bueno que le tronó el ejote fue guacho que, ni duda cabe, tuvo más labia que yo pa lograr que la Teresita del Niño Jesús le soltará el relingo. Ni pex, hay que saber perder.

Siendo tan osado, e inconciente de que la adolescencia es la única etapa «normal» de la vida, no tardé mucho en hacerme de otra noviecita. Y es que a finales de los años setenta, cuando yo era un adolescente, a causa del «travoltismo» (o sea de la jotería nacida de la fiebre discotequera) a un guato de cabrones les empezó a gustar el arroz con popote y la Coca Cola hervida. Así que rucas sobraban a lo baboso. En ese tiempo surgió aquella consigna que, según encuestas, a cada hombre le tocaban cinco mujeres, y un puto de pilón. Estudio, deporte, peda, cotorreo y cogedera, elementos de la quintaesencia juvenil de aquella época, consecuencia social, estética y sicológica de una sicodelia vaga, mística, confusa e idealista.
Poco después, como ya sabemos, los estertores setenteros se degradaron en la pornografía de los ochenta, y que hoy no es más una pinchi vieja ridícula de tristes nalgas flacas y caídas, incapaz de inmutar a una monja de clausura, adoctrinada por los presuntos apóstoles de la castidad que, durante la mañana imponen severas sanciones contra el aborto y prohíben el uso de anticonceptivos y, por la noche, abren prostíbulos y cometen pedofilia •


















CAPÍTULO 3


JUVENTUD, DIVINO TESORO





«Ha dicho que vuestro perro no era de raza
y que no valía la pena daros las gracias»
William Shakespeare




Apenas cumplidos los dieciséis abriles, conocí a Zairé, morrilla un año menor que yo que venía de Álamos; hija de un pinchi viejo robavacas muy influyente y cagapalos el cabrón, y apodado el Pataspochis. La ruca solamente tenía casi de mi camada, igual de cagazón que el jefe, mamón y presumido hasta no poder. Pepeluis le llamaban de cariño al pendejo ése; y digo pendejo porque se había arranado con una pirujilla fresona de nombre Michel, y que, por cierto, nomás al guacharla, cuando me la presentó la Zairé, me di tinta que su cuñada era se convirtió en mi nalguita. Ella, la Michel, desde que le di tinta en caliente me tiró el braguetazo. Acabé enredado con ella, pues era la mensajera que entrega y recibía los recados cuando concertábamos una cita la Zairé y yo.
Ningún güey de la familia me tragaba; los jefes no aceptaban la relación y el cuñado n me podía ver ni e papel china, dos tres veces intentó madrearme para que me desafanara de su carnala. Como le faltaban güevitos, mandaba a otros sayos pa que me partieran la madre. No pudieron cincharme porque le sacaban al parche los culeros; sabían que yo traía un cuete fajado en la cintura. Tiro por viaje me la hacían de pedo. A mí nada me costaba buscarle trazas por lado, y dejarles la víbora chillando, pues uno tiene sus límites. Pero me aferré porque, nunca me había enamorado tanto de una morra como sucedió con la Zairé. Conforme se agudizaba la bronca con su familia, más me empelotaba yo de la jainita. Cuando no la veía o no me llegaban sus recados, sentía que el corazón se me arrugaba.
Como brevísimo resuello se truncó su bella existencia. Sólo la muerte es algo que siempre permanece, la vida apenas palpita y se apaga. La tristeza que me causa recordarla obliga a guardar silencio. Zairé ahora sólo es una luz en la memoria; hay veces que su peregrino fantasma me acompaña en mis humeantes y etéreos sueños •






















CAPÍTULO 4


DESDE OLLANTAY AL PADRE AMARO, HASTA EL PATITO FEO





«La mujer en la cama parecía un perro muerto
al que era fácil darle de patadas»
Rubem Fonseca




Seguidamente iba yo a visitar unos compas al barrio El Cañajote (así lo bautizaron los saicos porque allí rolaban unos churros de mostaza —también conocidos como zapelines— más chonchos que un habano). Un lugar cool donde se podía pistiar y loquear sin que los chivas la hicieran de pedo y los cagazones la pensarán dos veces antes de caer a hacer de sus giñerías.
Una tarde cayó al barrio la Michel; y acercó su rostro a mi oreja y, con voz quedita, me dijo:

—Necesito hablar contigo, pero a la sorda. Se trata de la Zairé.

Al escuchar que pronunció ese nombre, enchinga me levante como si un resorte me hubiera impulsado. Yo tenía ya bastantes días sin noticias de mi jaina.

—No te vayas a agüitar porque vine hasta aquí a buscarte —dijo, justificando su presencia.
—No, ni te fijes en eso —le dije—. Al contrario, tú eres la única persona que me ha hecho el paro y te lo agradezco, morra. Además, andas de a gratis metida en estos vericuetos, echándote broncas de barbas.

Más tarde comprendí porqué mi concuña me estaba prestando ayuda; andaba tras un cholazo y con astucia sutil preparaba el terreno; sorderamente estaba enamorada de miguel. Cuando le pregunté cómo estaba la polla, me explicó con detalle la decisión que había tomado don Pataspochis con relación a la bronca que se le armó a la Zairé cuando desafió al ruco respecto de nuestro asunto amoroso.

—El repugnante suegro, tuyo y mío —dijo la jaina—, amenazó a la Zairé con mandarla a un internado en caso de que siguiera viéndote. La morra está muy triste, llorando, y me pidió que te avisara. Quiere salirse de casa, irse contigo. ¿Qué quieres que le diga de tu parte? ¿Qué sí?
—La que se va armar —le contesté. La morra estaba puesta y, además, yo sabía que era más fiel que los perros que pintó Velázquez en las Meninas. Sin pensarla mucho le aventé a la concuña el borregazo—: Dile que sí. Lo que tenga que pasar, pues que pase.
—Okey —murmuró, un poco pensativa e imaginándose el pedote en que me estaba metiendo.
—Gracias por estar de parte de nosotros —le dije cuando nos despedimos.

A la concuña la respeté hasta donde pude, se le olían las ganas que traía de aventarse conmigo un paliacate. Siempre que nos topábamos yo guachaba que ella no me quitaba los ojos de la bragueta. Me cae que sí. En realidad, cada vez que conversábamos parecía que hablaba con mis testículos; no miraba hacia otra parte que no fuera ahí merengues.
Antes de despedir a la concuña le pedí un último favor: puse en su mano un papel doblado; era recado que enviaba al culero de mi suegro en señal de despedida.
Al día siguiente, emputadísimo, el ruco leía la esta misiva:

Muy queridísimo suegro mío:
Me enterado, por voz de terceras personas, que usted pretende darme en la madre y que, también, le ha puesto precio a mi calaca. Esto me lo han dicho las mismas personas a quienes les encargó que hicieran jale. Tal vez sí me despachan al otro mundo, todo depende de cuánto sea el precio que tengo por morirme. Ahora, si así fuere, hago valer mi derecho de manifestar unas palabras en calidad de sentenciado o condenado. Sé que respetará esta petición que le hago y, por tanto, respetuosamente únicamente le solicito que ¡vaya usted a chingar a su puta madre!

Atentamente
Su yerno agüevo, Éktor Marrufo.



El triste episodio que sobrevino después de que mi jaina y yo pintamos venado, solamente lo abordaré de pasada. Es una sombra negra en la historia de mi vida, por tanto me limitaré únicamente a suministrar unas cuantas peripecias. No hay nada extraordinario, pues son como el pan nuestro de cada día; algo emparentado con las chocoaventuras de Abelardo y Eloísa, Romeo y Julieta, Tristán e Isolda, Tabaré, El pecado del padre Amaro, el Canalla, Ollantay, Valle de Lágrimas y El patito feo. En otras palabras pasión y patetismo de altos y bajos vuelos. Los puntos de mayor tensión pueden resumirse en la responsabilidad penal recaída sobre mis huesos, en lo que toca a los delitos de estupro, robo, allanamiento de morada, portación de arma prohibida, posesión de enervantes, aborto inducido y homicidio, con su correspondiente procesamiento y reclusión. Si a ello añadimos el despliegue de nota roja enjaretándoseme la patente de verdugo de mis propias desgracias, los dolores del alma, el desprecio de uno por sí mismo y la soledad rapaz.
Desde que abandonó el sumiso bienestar que brinda el hogar no hubo ya remisión para Zairé; estaba excomulgada; cosa que ni le importaba y la consideraba una bagatela, pues su alma estaba ya inmersa en la mía, en absoluto éxtasis. Y yo, locamente enamorado de sus afables encantos.

Apenas que estamos aprendiendo a convertir lo relativo en lo absoluto, a valorar con grandeza lo poco significábamos para quienes no confiaban ni siquiera en su propia existencia, prorrumpiendo nuestra luna de miel cayó don Pataspochis a la covacha conyugal recién inaugurada, decidido a disfrutar la putiza marca chillarás que le ordenó a sus achichincles me surtieron. Entre cuatro cabrones me traían lázaro a vergazos, echándome chingazos a diestra y siniestra; ensangrentado y pateándome como si fuera un desvencijado muñeco de teatro guiñol. Mientras los fulanos que acompañaban al ojete del suegro me molían a golpes, el ruco, enloquecido de coraje, me gritaba:

—¡Jamás permitiré que mi hija se case o viva con un bastardo como tú! ¡No, ella se casará con alguien de su clase!
—¡Váyase a la verga, pinchi viejo puto! —exclamé, recrudeciendo más la cólera, sacando yo fuerzas de no sé donde para desafiarlo.
Estando la causa perdida, callar o responder daba lo mismo.

Una vecina, al darse color de lo que ocurría, llamó a la cuica y gracias a ello pude salir con vida de la tremenda recia que me estaban poniendo.
Cuando la placa llegó el servicio que prestaban los golpeadores tuvo que ser suspendido. Una interminable hilera de cargos penales me achacó el ruco; mientras me empapelaban estuve guardado en una cárcel de Tetanchopo, después me enviaron a la pinta de Obregón y, finalmente, fuí a parar a la grande de Hermoso.
Don Pataspochis para subsanar el desprestigio y maquillar la supuesta deshonra, acordó con una vieja espantacigüeñas que le practicara a la Zairé un aborto; y en el instante en que, quizá, discutían el monto de los honorarios, o, supongo, preparaban el desalojo del producto de nuestro pecado, se oyó un cañonazo de fusca. Zairé se había disparado un tiro en la sién al enterarse de lo que el viejo desgraciado intentaba hacer. El desesperado sufrimiento la condujo a tomar esa resolución extrema, puesto que las atrocidades del despiadado progenitor estaban al dos por uno •

























CAPÍTULO 5


EL LICENCIADO DESPRECIADO




«Sus dedos retorcieron una oreja del perro, con tanta fuerza
que el pobre animal aulló, orgulloso, sin duda, pero dolorido»
Tomasi di Lampedusa





No duré más de una semana en la chirona de Hermoso porque el juez de distrito determinó que yo era inimputable en razón de minoría de edad, y, declarándose incompetente ordenó que me trasladaran a Obregón. La abogada de oficio, una tipa sagaz y con experiencia que estuvo a cargo de mi defensa en el fuero federal, se comunicó con el director de la preparatoria donde yo estudiaba pidiéndole que enviara mi acta de nacimiento, acreditando con tal documento que no existía delito sino infracción social debido a que los ilícitos cometidos por un menor de edad no configuran la categoría de hechos delictuosos.
Pendiente el proceso penal en materia común, en Obregón quedé a expensas de un juez corrupto, un ministerio público vendido, ambos feriados por don Pataspochis para que azotaran sobre mi calaca todo el mazo de la injusticia, además de un abogado pendejo que fingía bufonescamente como defensor de oficio. Resignado a recibir el toletazo de una sentencia condenatoria, cayó al pintón el licenciado Preciado (mejor conocido en el gremio de leguleyos como el abogado Despreciado). Mis compas de la escul lo contrataron para que se encargara de pelear mi causa.
Cuando me entrevisté con él, en locutorio de la peni, me miró fijamente a los ojos y me preguntó:

—Quiero que me cuentes todo lo que paso, sin mentiras. ¿Qué tanto estás involucrado en la comisión de los delitos que se te imputan?
—Nada tuve que ver en los pedos que me achacan. Me tronaron de puras barbas.

Le platiqué al abogado, con detalle de pi a pa, todo lo que había ocurrido.

—Y eso es todo, mi lic —concluí, una vez que le solté toda la sopa—. ¿Usted cree que la pueda librar?
—Si es verdad lo que me has contado.... hummm... puede que en tres o cuatro meses te dasafane de la bronca.
—Mire, lic, si usted me pone de patitas en la calle se cuaja; le pago sus honorarios con un cantón que me heredó mi jefita. La casa está en Huatabampo y cerca del tango, a tres cuadras; lo que le da mayor plusvalía al terreno. Y las escrituras están a mi nombre. ¿Cómo la ve?, ¿se la rifa?
—Hecho, ya está —dijo el abogado, cavilando que con tal motivación le echaría todos los kilos al asunto.

Libre del encierro y ya con la sangre fría, una vez acabado el asunto carcelario y liquidado el trabajo que hizo mi defensor para desafanarme, me tendí a talonear unos parientes de un ruco con quien compartía la carraca, le decían el Pavidonavido. Era una ñor que me encargó que avisara a sus familiares dos tres pedos que había que tratar fuera de la chirona. Y así fue la machaca, llegué sus parientes, con unos batos de Cajeme que meneaban mota pal otro, y los cotorrié y pa luego es tarde que me ofrecieron chamba. Pero antes de que sucediera esto que les cuento, abordaré lo referente a la relación habida entre mi concuña y yo •














CAPÍTULO 6


EL AMOR ES UN MOCO DE GUAJOLOTE






«A este perro lo crié desde cachorro, lo salve
de ahogarse cuando echaron al agua a tres
o cuatro de sus hermanos y hermanas»
Lanza, Los dos hidalgos de Verona
William Shakespeare




Al terminar de desayunar, bueno si se le puede llamar desayuno a un pan duro remojado en caldo de oso (alas de pollo con arroz), me retaché a la carraca que compartía con unas batillos de Guaymas que marcaban por delitos contra la salud; los había torcido la marina cuidando un barco camaronero cargado hasta el culo de mota. Era domingo y el patio de la pinta estaba atestado de vistas. No quise engentarme y preferí encarracarme, leyendo unos fanis del Chanoc y otras revistillas de balazos que había un cajón. De lo mejorcito que encontré para leer era un libro de Jalil Gibrán y el bodrio «Pregúntale a Alicia», que, por cierto ya le había dado como veinte vueltas. Casi me lo sabía de memoria. Ah, pero, entre todo el chacharero de papales, hallé un libro de poemas que al leerlo lo sentí como pócima espiritual. Se trataba de «La rosa de nadie» de Paul Celan.


...el amor regresa a los lechos,
el pelo de las mujeres
crece otra vez,
el capullo de sus pechos,
que maduró hacia adentro,
vuelve a brotar; las líneas
de la vida,
que subieron desde las caderas
se despiertan en la palma de tu mano •


—¡Marrufo, ai te buscan! ¡Tienes visita! —escuché que anunció un celador.

Me puse los tenis y salí disparado hacia el locutorio.

—¡Por ahí no, güey! ¡Por este pasillo! —me previno el custodio—. ¡Por la reja donde entran las visitas familiares!

Al oírlo me saqué de onda —¿visitas familiares?—. Me imaginé que podría ser el abogado Despreciado. Cuando ví quien estaba detrás de la puerta esperando entrar la patio, sentí una mezcla de emoción y leve tristeza.

—¡Por las brujas de Zagarramurdi! —exclamé, entusiasmado— ¡Michel! ¡¿Cómo una bellísima mujer viene a dar a este abominable muladar?!
—¡Qué gusto verte! —fue lo que ambos dijimos al mismo tiempo. Y nos reímos de la coincidencia de frases. Extendí la mano para saludarla y ella, con gracia y hábil destreza, me abrazó y me estampó un beso tronador en el cachete.

—¿Hice mal en venir a verte? —me preguntó, seguramente por que me miraba, de cierta manera, atónito con su inesperada visita.
—No, al contrario. Tenía ganas de verte.
—Yo también. Te echaba de menos. Me enteré que estabas aquí y pensé: "Voy a ir a visitarlo". Me imaginé muchas veces que ya no te volvería a ver.

Platicamos largamente sobre asuntos privados, vivencias metafísicas y cuestiones banales. Las personas importan los mismo dondequiera que estén. Somos los mismos bichos aun nos encontremos en un palacio o en una pocilga. Claro que esto es en teoría. Pues como preguntaba Quevedo: ¿Quién hace al tuerto galán y prudente al sin consejo?: el dinero.

Supuse que la Michel arribó al penal movida, sino por un gesto benevolencia o prodigalidad, o tal vez por mero afán de saciar alguna mórbida curiosidad, pero mi especulación andaba errada; tal conjetura no correspondía a la verdad de las cosas. Cada domingo, durante un mes y cacho, ella se apersonó al reclusorio bajo la apariencia de familiar muy cercano al procesado número 02ET0009, quizá ostentándose en calidad de hermana o cónyuge. Y era de suponer que de mi parte había aquiescencia tácita. Ni modo de rechazarla y botarla de una patada en el culo (porque yo sabía adónde quería ella llegar). Detrás de su misantropía era obvio que ocultaba un anhelo romántico que respondía a una disimulada exigencia sexual. Parecía no tener otros deberes que ocuparse de mí. Me causó sorpresa que también asistiera los días martes, reservados a las visitas conyugales.


si tú no hubieras venido a mi cama
¿quién desprecia ventura tan alta?



Una guapa muchacha a mi lado, deseosa de enzarzar su cuerpo en mi cuerpo; un corazón golpeado por la tristeza y que se agita de melancolía, Me hice amante de ella por agradecimiento. La exigua carraca donde estaba enjaulado se convierte en capilla de nuestras pasiones venéreas, en un templo de amor. La Michel resulto una bomba de sexo, un dispositivo pasional ingobernable. Cogíamos encima de un catrecito, despreocupados y con una ferocidad de perros callejeros en brama. Poco faltaba para que la frenética máquina folladora se desvielara •















CAPÍTULO 7


NO SOMOS NADA





«Me gustaría, como se dijéramos, que un perro se propusiera
a ser deveras un perro, un perro en todas las cosas»
Lanza, Los dos hidalgos de Verona
Wlliam Shakespeare




Qué locura de vieja; pedirme que la golpeara para alcanzar el orgasmo. Cuando me di cuenta que la relación con esta fulana era un típico sadomasoquismo (no hay mal del que no nazca un bien), el cuadro clínico ya estaba en sus niveles más altos de sexopatía perversa. La mujer cada vez me pedía que la golpeara con más fuerza.

—En cualquier momento la voy matar —pensé—. Y lo más grave es que ya presentía preclaros síntomas de sadismo.

En una ocasión mientras charlaba con una profesora de la escuela donde estudiaba me invadieron unas ganas incontenibles de azotarle en la cabeza un florero que estaba sobre un escritorio. Me contuve y el florero se resignó a no morir estrellado en la crisma de la profesora. Me negué a aceptar la locura horrorosa que coqueteaba en mi cerebro aparentando ser una julieta enamorada; me guiñaba un ojo y con una gracia coqueta movía los labios y con voz suave me decía:
—Ven conmigo, tú ya me conoces. Buenas cosas te esperan si aceptas que sea tuya.

Un vestido blanco y largo cubría su cuerpo; la tela casi transparente se plegaba a sus carnes en cada paso que daba. Cuando se acercó a mí lo desabrochó y cayó; distinguí sus hermosas piernas y sujetó con las manos sus provocadores pechos, hermosos y redondos; los levantó un poco y me los ofreció; los pezones eran rosados figurando fresas.

—Son tuyos, tómalos —me dijo con una voz tierna y lánguida.

A punto de excitarme estaba, cuando...

—¡A la verga! —exclamé y sacudí la cabeza.
—¡Qué pasó! —dijo la profesora, extrañada.
—¿Porqué esa grosería?
—Perdón, maestra, no supe lo que dije.
—A ver si cuidas tu boquita.

Sin importarme el incidente de la profe, salí apresuradamente mientras un torrente de ideas se acumulaban en mi mente. Una fantasía creada estando con la conciencia activa, pero sin intencionalidad, y despierto, en vigilia.

—¡No, está cabrón! Eso es un alucine.

Hay zonas de la realidad que no conocemos o se olvidan durante la vigilia y surgen durante el sueño. Para caer en esos estados fantasmagóricos se requiere estar dormido, inconciente o loco. Y no estaba dormido, tampoco inconciente. Esas son las fuerzas extrañas a las que los seres humanos, en todas las épocas, se subordinan como lo hacían antes con los astros para determinar el destino. Pero en mi caso son patológicas, no místicas.
Es posible que esa madre vuelva aparecerse transfigurada en serafín, demonio, súcubo, ángel o monstruo.
No sabemos lo que somos, tampoco sabemos cómo se debe pensar; y sino sabemos pensar, es obvio que no sabemos amar, y menos sabemos lo que realmente existe. Entonces los cholos están en lo cierto cuando afirman que no somos nada •


















CAPÍTULO 8


LA DOCTORA Y EL ALTER EGO





«perro eres
y en perro te convertirás»
Ricardo Solís





Mientras esperaba que la doctora me atendiera comencé a ojear las revistas que estaban en la mesita de centro de la sala de espera de su consultorio. Interviú, Vanidades, Geomundo, Sabías que...

—¡Ey, qué saico este pedo! —Me quedé clavado leyendo—:

* Si gritaras durante ocho años, 7 meses y 6 días, producirías suficiente energía como para calentar una taza de café.
* Golpear tu cabeza contra un muro consume 150 calorías por hora.
* Una cucaracha vive 9 días sin cabeza, antes de morir de hambre.
* Algunos leones se aparean más de 50 veces al día.
* Las mariposas saborean sus propias patas.
* El elefante es el único animal que no puede saltar.
* La orina de un gato brilla bajo una luz fosforescente.
* El ojo de un avestruz es más grande que su cerebro.
* Las estrellas de mar no tienen cerebro.

—Yo también conozco gente igual —me dije.

* Los osos polares son zurdos.
* Los humanos y los delfines son las únicas especies que tienen sexo por placer.
* El orgasmo de un cerdo dura 30 minutos.


Yo nunca le dije a la doctora que se me pasó la mano con los golpes que le arrecié a la ruca que conocí después que me desafané de la Michel Oropeza. No, capaz que la ruca balconea y me enjaulan por homicidio, pensé. Solamente le platiqué lo de mis alucines. No podía creer que Michel estuviera muerta. Sus padres deben pensar que ella se vino conmigo. Pobres rucos, es mejor que crean que su hija los abandonó. No hay otro remedio que mantener las cosas así. Tan bella y aventada que era la morra. Quién hubiera pensado que dentro esa joven tan linda y delicada, de escasos 22 abriles, se escondía una peripetatética masoquista que le fascinaba recibir chingadazos. Mi mente evocaba los recuerdos con pena y temor. Debo olvidarme que la conocí. Cómo si fuera tan fácil.

Le expuse a la doctora mi situación, sin comentarle la aberrante diablura que había cometido. ¿Diablura?, es poco. Culerada fue lo que hice.

—¿Qué te pareció la doctora, Éktor? —me preguntó mi alter ego.
—La verdad es que no me fije mucho en ella. Me agobia la tragedia de la Michel. Pero la ruca no se me hace muy interesante.
—Pues qué pendejo estás —murmuró el alter ego.
—¿Porqué me dices eso?
—La ruca te miraba con ganas de cogerte. Y todavía más; cada vez que agarraba la pluma para anotar tus datos se imaginaba que empuñaba tu miembro.
—Perdóname, pero me parece que mientes. ¡Cómo te atreves a sostener semejante bobería!
—Es la pura verdad lo que te digo. A la ruca le gustaste. ¿Qué no te diste cuenta cómo te devoraba con la mirada? No la dejes ir, chíngatela.
—No, yo no tengo intención hacia ella que no sea la de un asunto siquiátrico. Ni estaría bien que yo la cortejara. Además, se ve que es una señora decente de regios principios, una profesional con mucha ética.
—¡Qué bah!, es una putona que juega la parte. Muévele poquito la machaca y verás que afloja las nalgas más pronto de lo que canta un kikiriquí.
—¡Mentiroso! Todavía no salgo de una bronca y ya me quieres meter en otra.
—¡Aviéntate el tiro, no seas güey! Si tienes miedo yo te acompañaré, seré tu guía.
—Así me dijiste con la Michel y me dejaste morir solo. Te escabulliste cuando tronó el pedo.
—Porque tu me lo impediste. No quisiste que estuviera a tu lado. Te quisiste divertir haciéndote la idea de que eras otro, ocultaste tu verdadera personalidad. ¿Qué querías que hiciera?
—¡Mentiroso!
—Bueno, total, ¿así lo crees? Creo ya no distingues entre lo que es la mierda y la mermelada.
—Mira, pinche alter, si quieres que sigamos siendo acoples déjate de mamadas. No está bien que yo le tire los perros a una tía cuarentona y formalona.
—Ese es un burdo disfraz que se pone para que no sospeche su marido y guardar las apariencias. La ruca se muere por acostarse contigo, y está esperando que le tires la onda. La fiebre vaginal que le provocas apenas la puede disimular. No le tengas miedo, su perro no muerde. Casi te ladra con la panocha, parece que quiere lanzarse sobre tu verga. Aprovecha las circunstancias.
—¿Tú crees que sea así?
—¡Agüevo! Finge, la rectitud y la seriedad que manifiesta es un disimulo. La misma hipocresía social que vive la ha obligado a portarse como la mojigata que no quiere ser. Con esa compostura falsa podrá engañar a los demás pero a nosotros, ni madres. Le cuesta mucho trabajo cumplir con su papel de dama de sociedad. Ganas no le faltan de darle rienda suelta a la lujuria reprimida que se carga. La ñora no se ha abierto de capa porque tú no le has dado quebrada. La tienes cautivada pero no se anima a sacar a flote su putañería, te cree un hijito obediente. ¿No te la cogerías si se pusiera de pechito? ¡Mírale las regiones pudendas cómo las tiene! Las encantadoras tetas, las preciosas nalgas, y de su changuito peludo que le caldea el calzón y casi grita pidiendo disparos de semen caliente ¿para qué te digo? No te apendejes, no dejes escapar ese suculento culo que la perra te ofrece. No te vayas con la finta con la que cubre su condición de matadora. Seguramente a estas alturas ya trae todo empapado el calzón. Hazla feliz, arrímale una verguiza; la está pidiendo a gritos, y tú ni reviras. Su única ambición, aparte de ganar lana, es disfrutar de un palo tras otro. ¡Imagínatela cómo aullaría de placer dándose unas sentadotas encima de ti! Ya parece que la escucho gritando 'más, más, más'... y desmayándose en el éxtasis. No desperdicies esta oportunidad, no la desaires. Demuéstrale tus dotes de buen amante. No te inhibas, pendejo, ese filete quiere que lo pongan en el asador. Aunque la juegues de muy recatado, yo sé que deseas a la doctora; te brilla la lujuria en los ojos. Anda, cede el paso a tus instintos, ajérale y verás que se mocha. Suéltale cualquier verbillo balazo y te capeará. No esperes que ella, de manera expresa y tajante, sea la que te invite a consumar el coito. Solamente los más perfectos pendejetes son los que ridículamente esperan que una mujer se anticipe. ¿A poco crees que la carne puede ser más rígida que el acero que se doblega con el fuego? No te quedes con las ganas; después te vas a arrepentir de no habértela llevado a la cama. ¿Como esperas recoger tus frutos sino has sembrado la parcel...
—¡Ya estuvo bien!, ¡mejor cállate! Lo que me has dicho ni de loco lo pensaría.
—Tú no; por eso me tienes a mí, para que yo lo piense por ti.
—Es más, la doctora ni siquiera se me antoja.
—Entonces debe ser verdad lo que dicen.
—¿Qué es lo que dicen?
—Que no solamente pareces, sino que eres...
—¿Que soy qué?
—Que eres joto.
—Jajajá. No intentes traumarme con esas mentiras tan ridículas. Te puedo demostrar mi virilidad hacia las mujeres con cualquiera que me propongas, siempre y cuando no se trate de la doctora. Ella es una mujer fina y decente que ama y venera a su marido. Esa dama tan bella e inteligente jamás osaría cometer infidelidad.
—Bueno, resuelto el barullo, hablemos pues de otro asunto —concluyó el alter ego.
—Conversemos acerca de Dios para alejarnos de cuestiones sexistas.
—Me parece bien —aseveró el alter ego—. Yo inicio. Así como Dios ha sido desde siempre el objetivo de todas las religiones, con la panocha sucede lo mismo: todos los cabrones a la pucha suele ser hacia donde dirigen su finalidad primaria en la vida; es allí a donde tienden ir antes que nada. Hay personas que aseguran que en la chutama es donde se fragua el poder del amor y se burlan de aquellos que creen que el amor es ajeno al coito. ¿Tú qué opinas al respecto?
—Quedamos en que hablaríamos de Dios, o ¿ no?, y sales otra vez con sexo. De todas maneras daré mi parecer. Afirmar que el amor equivale sexo suena medio incongruente. Es verdad que el amor guarda relación con el acto carnal, pero el sexo no implica necesariamente la existencia del amor. Reflexionemos un momento: si el amor es sexo y el sexo en ocasiones se prostituye; entonces la prostitución también sería entendida como amor. Y cuando escuchamos decir que Dios es amor, entonces ¿acaso Dios se prostituye? Yo no creo en tal tesis. Contrariamente al amor, tenemos el odio, o sea una fuerza de maldad, un deseo de dañar al prójimo. ¿Sería factible asegurar que el odio es una actitud que nos purifica de las perversiones y que se opone a la prostitución? No estoy de acuerdo con esta teoría.
—¿Qué piensas tú, alter ego?
—Cosas que te sucederán —advierte el alter ego en tono agorero—. No me creerías si te platico lo que pienso de ti y de la doctora. Te meterás en un pedototote con esa tía. Lo peor es que yo también terminaré condenado por pecados ajenos; pues estoy dentro de tu pellejo. Deja que yo me haga cargo de la situación, tu solo no la podrás controlar.
—¿Me crees un pendejo?
—No, yo no dije eso.
—Sería como confiarle un bife a un perro jarioso •















CAPÍTULO 9


CON FIRULA BAILA EL FIRULAIS





«Puede ser un perro de precio»
Antón Chéjov





La doctora era una siquiatra acreditada que gracias a una beca estudió en una universidad de Londres. Su carrera no le rendía muchos beneficios económicos, según pude darme cuenta por ojos y oídos propios. El consultorio constituía su único patrimonio y apenas le alcanzaba para cubrir el sueldo de la recepcionista. Cuando yo me convertí en su paciente ella pasaba por una severa crisis económica. No obstante que andada urgida de centavos, no dejaba de contraer deudas. Mientras asistía a las terapias pude observar que sus acreedores llegaban con frecuencia al consultorio a exigirle el cumplimiento de pago, y dada la insolvencia no tardaron en caerle para embargarle bienes.

—¿Cuánto es el monto de lo que debe la doc? —pregunté a su secretaria.
—Es mucho dinero —se limitó a contestar.
—Dígale a la doctora que yo le puedo facilitar el dinero, después me lo paga.

La recepcionista casi suelta la carcajada; lo que dije le pareció una inoportuna jalada. Sin embargo volví a insistir:
—No es pancho lo que hedicho, señorita. Por favor, vaya con la doctora y pregúntele a cuánto equivale, en dólares, la deuda. Y dígale que yo le puedo facilitar algo de dinero para que la solvente.

La secre, escéptica y con cierto enfado, procedió a cumplir con mi encargo; transcurridos aproximadamente unos diez minutos salió del cubículo donde estaba la doc; tomó una pequeña calculadora que estaba encima del escritorio y comenzó a piquetearle las teclitas. Yo guachaba que a la morra nomás le bailoteaban los dedulces; era obvio que estaba realizando la conversión de la cantidad de pesos a dólares. Finiquitada la operación, me dijo:

—Son ocho mil doscientos dólares, joven. Eso es lo que debe la doctora —espetó con aires de desafió, queriéndose burlar de mí, agregó—:
—¿Los va a poner usted, joven? —preguntó, casi añadiéndole: «usted, que es un pobre diablo».
—Sí —le respondí con altanería, mientras sacaba unos fajos de billetes de mi maleta.

Altaneramente los arrojé sobre el escritorio y le dije:

—Cuéntelos y avísele a la doctora que ya no se preocupe, que yo se los presto. Eso es no es deuda para mí.

De ahí en adelante me convertí en el paciente consentido de la doctora, se me atendía como rey, pues de hecho yo era el machín rin del changarro. Me salió cara la terapia, pero... lo que sea de cada quien, la ñorsa sabía hacer bien su jale. Ella consideraba mi problema como una retirada antisocial, una desviación enferma y patológica per se, en cierto modo vergonzosa. Me comentó que mi bronca no era tan grave en sí; se había topado con casos más cabrones: gente quería meterse por los espejos, por la pantalla de la telera, atravesar el ojo de una aguja, piratones que defecaban y se comían la mierda, etc. Yo nada más estaba confuso y asustado.
Cuando la ruca se dio tinta del guatote de firula que yo cargaba se quedó de a seis. ¡Puta, madre, se le cayeron los calzones! Y es que se me ocurrió abrir la maleta frente a ella.

—¡Muchacho!, ¿porqué traes tanto dinero? —sacada de onda me preguntó.

De volada le inventé un cuentote que hasta yo mismo estuve casi a punto de creérmelo. Me acuerdo y me entra una risa. Je-je-je. Hijo de la chingada.

—Uuuh, doctora. Si yo le contara mi vida. Este dinero que usted ve —abrí el zíper de una mochila de estudiante, hasta culo de billetes de cién bolas—, es la parte de una herencia que mis abuelos, en paz descansen, me dejaron.

Ni que fuera tan pendejo para soltarle la neta de dónde había sacado esa marmaja. Le dije que yo era hijo único, y que mi abuelo recién había muerto y que mi familia era una de las más pepudas del Valle del Mayo, parientona del mocho Obregón... y la chingada.

—¿Así que era pariente don Álvaro Obregón? —inquirió, tratando de sacar hebra.
—Sí, por parte de la familia de mi mamá.
—Qué bien. Debes sentirte orgulloso de estar emparentado con una persona de la talla del general Obregón, destacado revolucionario.
—Pues.... lo normal, lo que cabe...

Seguí atarantándola con mi cábula —supongo yo, a lo mejor ni se tragó el churro, que es lo más cinchado, pues estaba vomitándole chorizos a una siquiatra dedicada a los menjurjes que cocina la chompa humana.
Le conté que la morlaca la llevaba para cubrir mis gastos de estudios en la Unison, pues pensaba estudiar ahí en Hermosillo la carrera de derecho. Para mi mala o buena suerte, la ruca ya no me soltó hasta que nos untamos la lana. Con decirles que hasta cerró el consultorio para irse conmigo a San Carlos. Resultó más cabrona que bonita la mentada doctora (mi alter ego tenía razón). Y es que no hay coño que no esté venta, sino que le pregunten a su marido.
Después que me dio mil y una cogidotas marca chillarás y me despeluchó la lana, la ruca me pegó una patada en el culo y muy fresca regresó con su bato. Yo pinté venado para Nogales.
El billete que nos gastamos era un clavo de feria que hice en tres meses cuando estuve camellando de burro. Malhabida la firula, pero valía. Me la rifé para levantarla •












CAPÍTULO 10


LAS HIJAS DE MUSTAFÁ





«para ladrar has nacido
en este mundo
de pulgas caprichosas»
Ricardo Solís





Cuando caí con la doctora yo andaba cuajado de lana porque durante las vacaciones de verano había estado chambeando con unos mañosos meneando mota de Tepic a Nogales, me dejaba caer dos viajes por sema. Entregaba la merca en el estacionamiento de un restaurante de comida árabe. Al dueño del changarro le caí bien, y de volada nos hicimos compas; claro que yo le guardaba cierta distancia porque el ruco era macizo y aparte serio, como de pocas pulgas. La raza que lo conocía le decía el Mustafá, le gustaba que así le dijeran. Por respeto nunca le dije Mustafá; me dirigía a él por su nombre.
Era don Mustafá un ruco panzón, alto el cabrón; cejudo y bigotón, y con unos pinchis ojones negros que le resaltaban como borrego emputado. Parecía el chamuco cuando se encabronaba. Tenía dos hijas bien chulas pero... —según habladurías—, muy leandras. Más putas que las gallinas son las morras, decía la raza. Yo nunca las guaché que anduvieran de putorronas. Las rucas eran de mi saiz y les encantaba la grifa. Las morras no tenían camotes porque los sayos que las rondaban se paniqueaban con el jefe.
Yo me di tinta que el Mustafá me entorilaba a la más morra, me decía que la invitara a salir, al cine o algún cotorreo. Los batos que las pretendían eran pendejos porque el ruco lo que quería era que las jainas se arranaran, haber si calmaban la loquera y, pa que la gente no anduviera quemándolas de aflojanalgas, machorras y narcas. Aunque, pensándola bien, creo más bien que lo que don Mustafá deseaba ser abuelo, lo demás le valía güilson.

Yo traía muchas broncas encima por eso no le seguí mucho el rollo a don Mustafá, y apenas era un aprendiz de capo, preludio de lo narcojuniors (diez años antes que esa bola de pendejos hiciera de las suyas); y luego estaba muy morro para arranarme con su hija; además, mi tirada era irme a la Uni de Hermoso a estudiar leyes. No tengo intenciones de clavarme toda vida en está pinche negocio de escoria gacha. Dios guarde y cualquier rato me truena el culo en una torcida. Aunque dice el patrón que él no deja morir nadie de su plebe. Habrá que ver, qué pedo. Por lo pronto a pegarle machín al camello. Ya le cuelga poco a las vacaciones y hay que retacharse a la escul •










CAPÍTULO 11


LOS BISNIETOS DE MUSTAFÁ





«El perro es un animal delicado»
Antón Chéjov




Mientras iba enfierrado por la carretera en el picucho cargado de pura mota pelirroja, pensaba chingadera y media, los planes que traía en la chompeta. La edad me servía de parote en los retenes de revisión; la troca me daba el fintón de robavacas, había menos pedo. Ah, pero... ¿un cabrón camuflado de chero escuchando al Jimi Hendrix? Como que desentona con la mengambrea. Mejor apago el chillón o meto un teip de los Cadetes.
Me urgía cruzar a las cuatro de la madrugada la revisión de Santa Anna, ya la había armado en la más culerona que es la del Carrizo, Sinaloa. Si allí me pelaron la verga los guachitos y los feos, en la que sigue me la van a mamar, los putos. Y así fue, esa es la mera hora para tenderse, los trafiques colmilludos le dicen la hora del perro y también es la pura hora en que los ratones salen a caquear. Casi todos los güeyes están bien getones y los que no, pues andan apendejados. En cuanto salí del puto retén me dejé caer un par de captagones para no dormir. Emputiza iba tendido, con la chancla metida hasta el fondo del acelerador. En la madrugada es menos enfadoso el desierto. Nomás se prende la mecha del soldado y comienza uno valer madre, se cansa el caballo.
—Ya la hice —dije cuando divisé el tragadero del Mustafá, mi «futuro suegro», pensé, mientras me las curaba yo solo—. A lo mejor son las cacayacas que me fleté las que me provocan el tripeo que agarro.

Metí de culo el picucho por el zaguán que daba a una bodega, contigua al patio del restaurante, y me tendí a reportarme con el viejo mañoso. Abrí la puerta del changarro y una de las jainas, la hija gandalla de Mustafá estaba haciendo la talacha. La saludé:
—¡Qué ondas, morra!, y ¿tú carnalilla ya se levantó?
—¿Vienes a ver a ella o vienes a ver a mi papá?, y ni siquiera dices buenos días. Parece que no fuiste a la escuela.
—Pinchi ruca mamona —le contesté, pero con la mirada.
—¡Papaííítooo, te habla el burro!
—¡Qué ondas, morra!, más respeto. ¿Por qué me dices burro?
—¿Qué no eres burro? Así le dicen a la gente que trabaja como tú. O ¿no? —dijo la vástaga mayor del ruco, riéndose sin dejar de menear el mapeador con que clineaba el piso del changarro.
—Pues, sí —exclame yo, mordiéndome un güevo por la impotencia de no poder brincarle y pararle los tacos a la arrogante jaina; luego le dije, sin que me oyera (claro está), pues cincho que se me arrancaba con Mustafá: —«Al rato me las cobro, culera».

Las hijas del ruco ya sabían en qué se meneaba su jefe. Lo curado de ellas es que no tiraban cuacha de fresonas, y eso que tenían el fintón de morras cremas. Estudiaban en el otro saite. Mustafá apareció entonces.

--"Qué paso, chamaco, ¿cómo te fue en el viaje?"
--"Bien. Cuando no llegue será cuando me vaya mal."

Mustafá enseguida me dijo:
—Entrégale las llaves al Guajaco y dile que meta la troca en la bodega.
Cuando regresé me tiró este sablazo:

—Mira, muchacho, te quiero proponer un negocio. Ai, tú sabes si le entras.
—Nomás dígame en qué consiste.
—Se trata de entregar en Caborca unas cajitas de parque, de tiros, balas. Son para camaradas que se dedican a la cacería de venados y me pidieron que les echara la mano—. Me quedé viéndole los ojos, y se las malició que yo desconfiaba.
—Si tiene dos tres chalanes que se avienten el jale, ¿por qué quiere que yo sea el bueno? —pensé; luego me preguntó—:
—¿Puedes o no puedes?
—Simón. Pero, ¿no se agüitaran sus chalanes porque me da el jale a mí?
—Mire: a usted que le valga verga si se agüitan o no. Se lo estoy dando a usted para que agarre un billete y se aliviane. Entonces, ¿se avienta el tiro, o no?
—Cincho. ¡Qué tan cabrón puede estar el jale?
—No te creas que está fácil porque el flete lo vas cruzar por la brecha. De aquí vas a irte vacío.
—¡Ah, cabrón! ¿Cómo está ese rollo? A ver, explíqueme cómo está el birote.
—¿Conoces la brecha?
—Sí, dos veces he pasado por ahí; llevé al terre unas ranflas calientes que hace poco me encargaron.
—Bueno, fíjate bien, y pon atención. La merca te las va llevar de Sonoita a Caborca, pero por el monte. Tienes que caminar casi cuatro horas por el desierto de Altar, pero sin agarrar el camino de terracería porque te pueden tronar allí. Sino te truena la federal te truenan los bajadores. Mira, cuando llegues a Sonoita te quedas esperar en la terminal del Pacífico a los hijos de don Chema.
—¿Cuál es el apellido del ruco ese?
—Eso es lo de menos. Los muchachos te van a recoger y te van a llevar con don Chema. Yo al rato me comunico con ellos y les doy tu señas. Cuando llegues con don Chema, él te va a entregar un croquis para que no te pierdas, y también dos mulas que estarán con la carga. Las vas arrear por el monte. No las sueltes porque esos animales son muy cabrones. Don chema te va encaminar unos kilómetros y luego tu seguirás hasta Caborca. Cuando estés casi por llegar a San Emeterio te jalas más para dentro del monte, uno o dos kilómetros. Ponte muy abusado en ese lugar, es el más riesgoso. Allí se puede venir abajo todo el negocio y valimos madre si te agarra la federal en ese rumbo. Pasando San Emeterio, ya lo que sigue es pan comido.
—Sí, como tú no te la vas a rifar, cabrón —me decía yo mismo.
—Antes de llegar a Caborca, unos dos o tres kilómetros, te van lamparear cinco veces, allí te detienes; sacas tu lámpara y dejas que transcurra como un minuto; luego tú les vas contestar también cinco veces. Y eso es todo.
—Oiga... y ¿cómo vamos a quedar con la feria? ¿Quién se discutirá con la marmaja y de a cómo va ser el billano?
—Espérame, ahorita te digo. Yo ya me arreglé con ellos, pero... como tú te vas a ir de allí y no regresas hasta la próxima semana, pues, ¿cómo le hacemos? Bueno, yo les digo a mis camaradas los rancheros que te entreguen tu dinero. Te voy a pagar más de lo que les doy a los otros que ya han pasado merca. El treinta por ciento, te toca. Siempre le doy el quince o veinte mi gente.

Dos jales y tres meses de camello. En ese lapso de tiempo levanté un billetito muy noble, y que por cierto, se irá como llegó, de volada por el túnel del regosto, debido al desplaye que armé cuando conocí a la doctora de Hermoso, y me abandoné con ella a los comportamientos gamberrísimos de mi yo crápula. Y es que cuando le seguí el rollo a la doc, se alebrestaron los demonios; poder de la testosterona se transformó en una compulsión que sería incontrolable. Los encantos de la ñora se apoderaron de mi voluntad y acabé boleándole las nalgas. Me enganché tanto que mis expectativas quedaron supeditadas al desparpajo del coito. Por esa razón mis actos ya no dependían de mi volición sino de la voluptuosidad de la hembra con quien me unté toda la marmaja que apañé.
Trastorno lúbrico; conmoción impúdica difícil de verbalizar en este relato. Ay, nomás de acordarme me estremezco. Bien dice el refrán que puede más un par de nalgas que una recua de bueyes (pero lo que no saben los güeyes que cocinaron el refrán es que el relingo que andaba yo matando se cargaba un culazo digno de concurso) •













CAPÍTULO 12


LA SECRE





«Cuando un criado se porta con su amo como un perro, todo va mal»
Lanza, Los dos hidalgos de Verona
William Shakespeare




No entendía porqué la doctora tenía tanta necesidad de dinero; parné que entraba a su bolsillo le partía la madre. Todo el tiempo endeudada y taloneando el villano. ¿Qué hará con la mosca que aperinga?, me preguntaba yo. La ruca tiene su carterita de clientes, no es ninguna sarreada en su profesión; la ubicación de su changarro está en la Rosales, lugar céntrico; trae buena ranfla y cantonea en la colonia Pitic; del marido no sé ni qué ondas ni me interesa. ¿Qué pedo entonces con la ñora? Puta madre, ya me parezco al Perry Meison. Mis dudas se disiparon cuando su secre me explicó cómo estaba el birote. La doctora resultó una fichita en los juegos de azar; era una jugadora compulsiva, adicta dura al black jack y a la ruleta. En efecto, eso ocurría con la doc; su recepcionista me soltó toda la sopa, santo y seña de lo que hacía. No podía ser para menos, la chamaca estaba agradecida conmigo porque le crucé una firulita leve para sus chuchulucos. Circunstancia que la hizo vomitar esa información.

—Con razón ni joyas trae la doctora —le comenté a su secre.

—No, pos ya las apostó en la baraja —agregó la muchacha—. Y no piense usted que soy una chismosa. Esto se lo cuento acá entre nos.
—No, no tenga cuidado. Yo soy una tumba. Créame.
—Usted discúlpeme, y que la doctora me perdone si he hablado más de la cuenta —dijo pensativa y apenada—. Si se entera de lo que platiqué con usted me corre."
—No tema, no ocurrirá eso —le dije para que se tranquilizara.
—Lo que le falta a la doctora es un hombre con carácter fuerte que la controle y la saque de ese cochino vicio de las cartas y la ruleta. Si usted tuviera unos diez años más... pero... —interrrumpió el comentario, un poco inhibida.
—¿Pero qué? —le inquirí.
—Pero usted está muy tiernito todavía para ella.
—¿Qué no tiene marido?
—¡Para qué sirve el viejo ese! Es un parásito. La doctora lo mantiene.

De lo que se viene a enterar uno me dije a mí mismo.

—Pero el señor debe tener alguna virtud —agregué.
—¡Qué bah! —exclamó la recepcionista—. Ni siquiera le cumple en la cama.
—Hay anda la pobre doctora encargando los aparatos esos que se usan para el sexo.
—¿A poco?
—Sí, fíjese. Ella tan guapa y fina. Si pretendientes no le faltan. ¡Oiga, invítela a salir!
—¡Qué pasó?
—En verdad, anímese.
—La doctora nunca se fijaría en un chamaco como yo. Además, ¿a dónde la invito?
—No se crea; a ella usted no le es indiferente. Invítela a salir —insistía la morra.
—Y ¿adónde la invitó?
—Llévela al Bloqui Oh. Una vez ella me platicó que le gustaría ir a esa disco. Si quiere yo le digo.
—No, no, déjese de cosas.
—Sssshhhh, ahí viene llegando.

El parloteo de la secre era un tejido de chismes espantosos; la morra ni tehuacán necesita a la hora de unas calientes si los juras le quisieran sacar información; soltaba la sopa a lo cabrón. Peligrosa la ruca en el arte del chinchorro. Como ya lo señalé, la chirimola fluyó de su boca por causa de una bicoca que le aflojé como un guiño dadivoso. Y es que le regalé trescientos baxs; así que cuando la morra guachó los billetes de cién dólares puso una carita de perro atropellado. Me veía como si yo fuera un millonario; a partir de ese momento ya era digno yo de la afabilidad y de la cortesía. Pensar que antes a duras penas le sacaba un saludo. Cada vez que acudía al consultorio la pobre me restregaba en el rostro las gracias por mi gesto magnánimo. Las virtudes del dinero, nada más y nada menos.

Una vez, después terminada la terapia y bajando las escaleras que conducían a la calle, la morra me abordó, y mirándome directamente a los ojos me tiró esta túrica:

—Señor —primera vez que la ruca me llamaba así—. Discúlpeme si he sido un poco irrespetuosa con usted, es que a veces uno confunde a las personas y piensa que todas son iguales.
—Sí, no te agüites. A veces el león piensa que todos su de su misma condición.
—Creo que con usted me he equivocado. Si en algo le falté pido que me dispense.
—No te preocupes, morra. No me corresponde a mí juzgarte cómo eres. Me has caído bien porque has estado con la doctora en las buenas y en las malas. Ella te tiene mucha estima. Lo que sí te pido de favor es que no me digas señor.

La morra se sonroja y enseguida añade con una brusquedad que quita las palabras de la boca:

—No se hubiera molestado al darme dinero —decía mientras estrujaba con ligero nerviosismo una de las solapas de su saco.
—Eso es poco para ti, morra, te mereces más —le espeté para que no se cuarteara de la emoción.

Charlé casi un cuarto de hora con ella y le dije que no se sintiera apenada por lo que fuere, que el dinero va y viene. Lo más importante en la vida suelen ser la felicidad y la salud.
La recepcionista de la doctora, con tono melifluo, acabó el diálogo con estas palabras:

—Discúlpeme, yo estaba equivocada. Lo tenía en otro concepto. Sinceramente le confesaré: usted hasta me caía mal. Y ¿sabe?, hoy me doy cuenta que lo califiqué como no debí hacerlo, por las simples apariencias. —Tras un breve silencio, agrego—:

—¿Sabe usted lo que significa el dinero que me ha dado? Una bendición del cielo; y es que mi madre está enferma. La verdad es que ella requiere de una operación y no contamos con recursos, somos muy pobres. Parece que ha ocurrido un milagro. Gracias, Éktor. Si usted me dice ahorita: «Tírese al suelo y béseme los pies», yo lo hago.
—No exageres. Yo solamente hice algo que me nació, siguiendo los consejos que mi madrecita me inculcó: haz el bien sin mirar a quién. Porque, además, yo fui educado con la convicción de que los seres humanos están en el mundo para ayudarse unos a otros.

La muchacha pertenecía a un estrato muy humilde; su familia estaba tronadísima y chanteaba en uno de los lugares más culerísimos de la capital sonorense, la colonia Invasión Alicia Farías.
Pobre jaina, no hay duda que se le pone roja la boca con poquita sandía y a cualquier taco ella le llama cena; rasgo típico de una pobretona, nacida para morir si conocer el mundo. Todas sus expectativas de vida se subordinaban al servilismo. Yo le ofrecí una gratificación porque dos cosas siempre han hecho sentirme bien: coger y ayudar a la gente.
Creo que el asunto salió contraproducente; la morra casi me mama la verga de lo agradecida que quedó con la firula que le chillé. Ella no tenía porqué darme explicaciones acerca del destino que le daría al biyuyu que le aventé; si se lo untaba cogiendo con el novio o se lo chingaba de coca o de alcohol, ése ya era pedo suyo.

Pobre morra, le parecí un batillo rico; será mejor que se quede con esa impresión. Lo digo para tener la conciencia tranquila.
Todavía recuerdo a la jaina; Paulina Alejandra se llamaba. Carecía de porte de ruca chila; morena, desnalgadona y tenía un cutis más desagradable que cagar parado. Pienso que su novio nomás se divertía con ella o la usaba para meterle la bichola, o bajarla con la poca lana que la doctora le pagaba. Quién sabe. Pero el bato se cargaba una cara de baquetón que no podía con ella. Me he convertido en un malpensado. De lo que sí pude llegar a cerciorarme es que la secre estaba hasta la madre de comprometida conmigo. Yo sin imaginármelo. Las cosas se fueron dando por angas o mangas. Cuando yo le preguntaba algo no acababa de concluir mi frase y ella ya tenía la respuesta; era una chala. Qué poder tiene el dinero; y eso que solamente le había aventado una sarra de marmaja •













CAPÍTULO 13


CASCABELEÁNDOLA Y JUGÁNDOLA AL MAGARRE





«¡Ay, miserable perro!; si te hubiera ofrecido un paquete de excrementos
lo habrías olfateado con deleite y quizá devorado»
Charles Baudelaire





Decía que, gracias a la morlaca que le chillé, la secre de la doc me atendía estupendamente; me traía cafecito, corría a alcanzarme cuando alguna cháchara se me olvidaba, me ofrecía algún libro o revista para leer, prendía la telera preguntándome qué programa me gustaría guachar. En fin, la ruca casi me chupaba el pito.
Ya no era el pobre diablo que un mes antes había llegado al consultorio solicitando terapia. Pronto me vería en el cuarto de un hotel de lujo, tirado sobre una cama redonda y con espejo en el techo, besándole el culo a la doctora. Pero antes de que mi siquiatra le diera vuelo a la hilacha, cautivada por el moscón de firula que yo cargaba en la maleta, y conocedora del sitio donde yo me hospedaba, ideó con maña encuentros inesperados; se hacía la pendeja, como que topaba conmigo en alguna calle, inventaba coincidencias y súbitos encontronazos.

—Ay, Éktor, ¿qué haces por aquí?
—Me hospedo en el hotel que está a la vuelta.
—¿A poco?
—Sí, fíjese —yo le respondía aguantándome las ganas de reír.
—Nunca me hubiera imaginado que vivieras por allí.
—Ya ve, doctora. Y ¿usted qué hace por aquí?
—Vengo a visitar a una amiga que llegó de los Ángeles, pero no la encuentro.
—¿Su amiga se hospeda también en el Calinda? —le pregunté, jugándola al ingenuo; sabía yo que era puro pedo eso de la amiguita.
—Eres muy buena persona, Éktor. Ya me platicó Paulina que la ayudaste con un dinerito para la operación de su mamá. —Me di tinta que desvió la conversación—. Yo también quiero darte las gracias por el préstamo que me hiciste. Nomás que reúna el dinero te liquido la deuda.
—No se apure, doctora.

Pasaron los días sin que nada sucediera, hasta que una tarde la doctora me preguntó:

—Oye, Éktor, me comentó Paulina que tienes ganas de ir al Bloqui Oh. ¿Es verdad?

Caí en cuenta que su pinchi secre no solamente era una chismosa sino también una celestina de siete suelas.

—¿Qué te parece si vamos hoy en la noche?
—¿De veras, sí quiere ir?
—¡Claro! Sería un privilegio salir contigo.
—No exagere, doctora.
—Mira, como ya somos amigos no me digas doctora, llámame Raquel.
—Está bien, Raquel.

Y sucedió lo que tenía que suceder... y como canta el corrido: cayó en las redes el león •















CAPÍTULO 14


POR QUIÉN DOBLAN LOS CONDONES





«¡Os voy a enseñar a no dejar perros sueltos!»
Antón Chéjov




La doc ostentaba el "récord" de haberse fletado aproximadamente unos mil ochocientos chichicuilotes por el hachazo del Diablo, sin siquiera haber contraído ni un mugroso papiloma, chancro, purgación o gonorrea. Presumía de una resistencia erótica superior a la de Mesalina. La mayoría de los paliacates se los había aventado a puro rin pelón, es decir sin que los matadores usaran gorrito protector. Bueno, es que eran tiempos en que el sida todavía no rifaba machín como ahora, poquito después que la Lolita de Vladimir Nabokov escandalizó a la moralina de los años cincuenta.
La ruca, desde sus primeros ajetreos putariles, mostró desdén por el enmascarado de látex. Pudiera pensarse que tal osadía enrolaba actitudes cuasiprimitivas o irresponsables, mas sin embargo, se trataba de un asunto de consagración para obtener el máximo placer en la hora de repegar la guácima.
Ella era de la opinión qué coger con condorito era como coger con la ropa encima; y asumía, además, la creencia que una mujer con panocha infuncional representaba una derrota andando. Cochar, para ella, constituía una innata disciplina, a veces corregida y otras veces aumentada.
Leyó Raquel en un periódico una nota escrita a propósito de una de las tantas visitas del Papa a México; lo cual motivó la fabricación de una infinidad de chucherías comerciales que aludían a la persona del ruco, representante de Dios en la Tierra, apareciendo su imagen —por milagro de la mercadotecnia— en estampitas, envases de caguama, bolsas de chicharrones y papitas, etcétera. Pero lo que más le emputó a la doc, fue el hecho de saber que en varias casas de masajes rolaban condones que traían impreso el siguiente anuncio: «Este preservativo incluye bendición papal», y en la parte inferior de los gorritos de marras estaba plasmado el rostro del papiux vaticanae.
Cuando la relativa liberación sexual desbordó sus consecuencias mortíferas nuestra heroína, sacándole al parche —por el riesgo que implica contagiarse de sida— ya no compartió la opinión de que el cochar con gorrito era como coger con las pantaletas puestas. Aunque el Pontifex Maximus y sus apólogos no aceptaron al malvado guante frenador de embarazos y premios de Gomorra •











CAPÍTULO 15


DON CAPULETO, MARCIAL MACIEL Y LA POLICÍA CIBERNÉTICA





«¡Pero no es más que una mezcla de perro callejero y de cerdo!»
Antón Chéjov




Tendría Raquel unos trece o catorce años de edad cuando por vez primera aflojó el cacharro (¡no se asusten, culebras de los cucufatos; para su consuelo señalan las estadísticas que el 30 por ciento de las niñas gabachas —güeras— a los ocho años ya desarrollan sus senos y el vello púbico; las negras de igual edad, y que ya están en edad de merecer, representan el 50%).

—¿A poco a usted, alguna vez, no se le ha antojado el tamalito de una menor edad? —le pregunta don Casmurro a don Capuleto.
—¡Qué paso!, ¡no ofenda! —respinga el ruco como un zorrocloco tragasantos.
—¡Ah, lo niega, cabrón! —le replica su patrón a don Capuleto—. Ha de ser usted puñal; solamente los jotos y los mayates no han fantaseado que se ponchan a una chamaquita. ¡No sea pendejo!, precisamente son las menores las primeras que reciben toletazos, y a quienes más fácilmente se les engaña. ¿Qué no se acuerda del Sergio Andrade? Al pinchi pedófilo, sátiro ése, solamente le gustaba tronar esfínteres nuevos.
— ¿Abusó de esas pobres niñas el desgraciado?
—¡Quéééé si abusóóóó!, a cada una le hizo un chilpayate.
—Por eso yo he decidido enviar a mi hija Raquel a un internado para señoritas.
—¡Uuuuuuu!, pues qué maje está usted, don. La va a poner en las fauces del lobo. Buen regalo le va mandar. Los mentores religiosos son los primeros que le dan cran a las jainitas. Y todavía los cabrones le bajan a usted una feria por cogerse a su hija. ¡Ande, mándela, cabrón! Al cabo las niñas más tranquilas e imaginativas son las más propensas a rendirse a la lujuria de los saturninos. Y que lo diga Lewis Carroll, el autor de Alicia en e país de las maravillas.
—Ahora comprendo porqué un poeta a menudo repetía que el cielo y el infierno los hacemos nosotros aquí mismo, en esta sucursal del paraíso, y con nuestros actos.

Un impalpable ejemplo de la doble moral, creencia filistea que ve en la posición del 69 la marca de la bestia, sirviéndose de los sabuesos on line cobrándole cheque a la decadente moral de la sociedad moderna, amparados en un mojigato discurso retorcido.
Apareció publicado en el imprimátur del gobierno neopanista tricolor este atrabiliario mensaje, pintarrajeado con la misma brocha que antaño usó la inquisición:


¿QUÉ SERÍAS HOY
SI TE HUBIERAN
RAPTADO Y
PROSTITUIDO
A LOS 7 AÑOS?

Esta es la amenaza que viven muchos niños en nuestro país
y no vamos a permitirlo.
Por eso hemos creado la nueva Policía Cibernética
para prevenir el tráfico de menores, la pornografía
infantil, la explotación y abuso de niños.
LOS NIÑOS MERECEN LA MEJOR POLICÍA DEL MUNDO

SECRETARÍA DE SEGURIDAD PÚBLICA POLICÍA FEDERAL PREVENTIVA





Para todo hay consuelo, siempre que sean promesas que no se cumplan. La internet como lugar de perdición, delito y pecado. El pornófilo y voyerista cibernético, engendros de la relación marital entre una madre jipi y un padre yupi, encarnan las fuerzas del mal.
El desgobierno nos habla como una madre compasiva; pero ¿en verdad la ultraderecha y los conservadores creen y profesan lo que proclaman?
Detrás de esta publicidad, atalayita para embaucar el superyó de la masa política clientelar, se trasluce la propaganda de la Legión, del Yunque, del sinarquismo, de los Tecos, del Muro, de Provida y de otros remanentes cristeros. Fuera de esa parafernalia de circo mediático no hay nada. Simplemente es un espot publicitario de maniqueísmo barato e igual de asqueroso que las acciones pederastas contra las que cacarea, y que transita por las mismas vías que utiliza la mercachiflería de los anuncios de cheve, cigarros, espectáculos frívolos y estupidizantes, cuyo gancho sicológico que utiliza para vender sus productos, es precisamente el tema de la sexualidad.
Y el enemigo a vencer, obviamente, es impersonal, porque si al asunto se le raspara en serio el primer sátiro que saldría a relucir sería el padrino de la señora que conforma la pareja presidencial, o sea el padrecito Marcial Maciel.
Antes de proseguir con las peripecias de la Raquel, no está de más apuntalar que el repugnante Maciel, meneador de los Legionarios de Cristo y rompedor de culos infantiles, violó a cuanto chamaco se le ponía enfrente.
He aquí el testimonio de un exlegionario, requeteviolado sexualmente por el cochino viejo morfinómano:

«"No hables de mi 'enfermedad' ni con el padre Rafael Arumí ni con el padre Antonio Lagoa" (únicos sacerdotes residentes), me dijo Maciel después de manipular por primera vez la sacralidad de cuerpo adolescente. Era ya la primavera romana y, no lejos de la enfermería a obscuras (recinto mayor del daño individualizado, pero general y continuado), contra el más limpio cielo azul empezaba a florecer un almendro. Luego lo comprendimos: al maren de Nietzsche, en un nuevo retorno, Dionisos quería ocultar su irrefrenada lascivia tras la perfecta normatividad apolinia de la espiritualidad colectiva. ¿Para qué forzarse por ser virtuoso de veras, si con simular serlo —todo "como si"—, en este mundo de apariencias, con técnicas ventajosas de sometimiento, dadas ciertas yuxtaposiciones bien escogidas, y bajo un poderoso sistema de encubrimiento, pueden lograrse creíbles resultados espectaculares, sobre todo a sabiendas de que "no hay museo para las malas acciones"? (¡Cuánto tendría que decir aquí Vladimir Jankélévitch [La mala conciencia], si lo invitáramos!). Indudablemente Marcial Maciel tampoco imaginó nunca que un día lo analizaríamos con pensamiento propio y también a la luz de ciertas interpretaciones de Henri Baruk» [José Barba Martín, Las razones del silencio, La Jornada Semanal, # 495, 29 de agosto de 2004].

Escribió Naief Yehya, refiriéndose a la corporación de chotas y fiscales de la era digital, empeñados en restaurar la tradición represiva, cuyos alarifes en cuanto se espantan si acaso algún osado cibernauta se encuera, se zangolotea los tanates, se rasca una chichi o confiesa sus pasiones lúbricas, de volada le avientan a la «policía del pensamiento», a la «legión de censores» que «se dedica hoy a perseguir el deseo enarbolando su nueva causa célebre: la lucha contra la pornografía infantil y la pedofilia. Si bien éstos son crímenes reales que deben ser perseguidos, la nueva cruzada de los cyberpolicías del eros está llevando a la red una nueva era victoriana de represión, paranoia y humillaciones públicas».



¿Porqué no me hablas de tu infancia?
mi pebeta
acuérdate que este viejo
alguna vez fue un niño como tú
en eso nos parecemos,
¡ven acércate!
quiero que seas para mí
una hija putativa
niña-amante-nieta •
Los versos del capitán pedófilo, Canto XXIV



Lo que ignoraba el pobre de don Capuleto es que el cuerpo de su hija Raquel ya era un campo de batalla de cogelones y gamberros. El ruco, o se hacía el maje, o se pasaba de ingenuo •












CAPÍTULO 16


LA PRIMERA COMUNIÓN



«¿Qué fisonomista adivina un carácter tan rápidamente
como un perro sabe si un desconocido le es favorable o adverso?»
Honorato de Balzac




¡Ah!, decíamos que el bueno que le tronó el ejote a la Raquel fue un batillo de su colonia al que le apodaban el Tintán; cinco años mayor que la ruca. Camellaba de mecánico el güey. Bueno, ni tan güey, pues el gandaya la jugaba al lidercillo de la col; y no está de más decir que el bato se chacalió a la bravota con la jaina. Punto locochón, le tronó el ejote a güevo; la subió a una ranfla y se la llevó a terreno para darle kíler.

—Sino quieres que te ponga unos madrazos me vas a aflojar esa madre —le dijo a Raquel, mientras ella gritaba que no le hiciera daño.
—¿Cuál madre? —Contestó Raquel, toda sacada de onda. Y que el bato suelta entonces una carcajada:
—¡Jajajá! —Sin aclararle a qué se refería comenzó a meterle mano a la morra.
—¡Ay, babosa!, ¡qué buen culo tienes! Desde la primera vez que te guaché no pude quitarme el antojo. Es que estás bien buenota, pendeja.

Raquel, impresionada y sin saber qué hacer, sólo alcanzó a decir:
—¡No, por favor, no me hagas nada! —Y el cínico todavía le responde, burlándose de la súplica—:
—Sí, mamacita. No te voy a hacer nada... pero en el hueso —le respondió de cura, soltando otra carcajada, al tiempo que procedió a desvestirla.
—¡Ay, güey, qué nalgotas te cargas, cabrona! Ahora sí me voy a dar las tres contigo.

La recuesta en el asiento del carro, una vez que le quita la ropa.

—¡Acomódate, te voy meter la verga!
—¡Por favor, no lo haga! ¡Soy virgen, nuca he estado con nadie!
—¡Pues ya se te apareció Juan Diego, mamacita! Y siendo que eres cherri, pues menos te me escapas. Te la vas a comer toda. Es más, antes de metértela te voy mamar la pepa pa que esté mojadita y no te duela. Veras qué sabrosa chupada de culo te voy dar.

El Tintán se tumba la camiseta y, en chinga, se baja los tramados y los chones, enseguida hace lo mismo con Raquel, la tira bruscamente en el asiento trasero de la tartana, le abre las piernas y hunde su rostro en el bajo vientre de de chamaca. Empieza a mover la lengua como víbora enloquecida y, jadeando de placer lujurioso, le arrima y le arrima sendos lengüetazos como si la estuviera barnizando a brochazos violentos; le lambió, le restregó y le chupeteó cada centímetro de la entrepierna; las babas del güey se resbalaban en la piel del pimpollito.
Una vez que terminó de explorar la cuquita de la jaina, que ya ni sabía ni qué hacer ni podía emitir palabra alguna, el Tintán guacha el relingo que se va a dejar cayetano; andaba con la verdolaga bien parada, la traía tiesa como quijada de difunto; pues viendo a la morra bichi se dió tinta de que estaba más buenera de lo que él se la había imaginado; inocentemente sensual, de cinturita estrecha, dotada de un precioso busto y con unas nalgas aterciopeladas.
El batillo se hinca y se coloca en medio de las piernas de Raquel, desperado está por metérsela; ella intenta quitárselo de encima, pero él le pega una cachetada guajolotera para bajarle lo rejega.
Con el putazo la ruca ya no opone resistencia ni hace intentos por zafarse •














CAPÍTULO 17


EL ÁNGEL SE CONVIERTE EN DEMONIO





«Son iguales, pensé. Dos perros»
Los jefes, Mario Vargas Llosa




El Tintán se tumba sobre su víctima, sujetándola de las muñecas. Entre llantos, dolor y gritos se la deja irineo, quedan nomás los güevos afuera de la pucha. El palo duró como viente minutos. El matarife notó que la pollita también la estaba gozando de lo lindo; se movía al ritmo del ejecutador.

—Y tú que no te la querías tragar —le dijo, entre risas, a la morra.

La jaina no dijo nada, estaba retociéndose de placer, tenía los ojitos en blanco y muecas de satisfacción se le dibujaban en el rostro. Pero sucedió lo inevitable, la verga del Tintán comenzó a escupir esperma.
Cuando el cabrón acabó de vaciarse, le dijo a Raquel:

—Ahora sí, ya eres toda una putita.

Hipostasiada por el placer que acaba de descubrir, el miedo y la resignación pasiva se convierten en tensiones orgásmicas que le provocan descargas eléctricas-sexuales que la sacuden como si la invadieran ataques epilépticos. Estaba ya supeditada a la voluntad de los deseos sexuales y reclamaba ahora su derecho a disfrutar aquella aventura lúbrica aprisionando la reata del Tintán con su bizcocho recién estrenado.
Esa noche que el rudo malandrín le clavó la pinga, la morra se hacía adicta al sexo. La lujuriosa faena sólo fue el preámbulo de lo que continuaría. El Tintan, además de exhausto, estaba sorprendido, pues nunca espero que Raquel reaccionaría de la manera en que lo hizo.
Y así fue como en sus años de chamaquez, la doc quedó sometida a la las vicisitudes coyunturales de la pirujez que le fue inculcada (o develada) por el mentado Tintán, quien por cierto, se sacó la lotería con el jamón que le aflojó la chamaca. Se relamía de gusto los bigotes de perro atolero cada vez que recordaba los momentos en que ponía a Raquel de a perrito.

La curiosa coincidencia en el asunto fue que el batillo antes de chingarse a la jaina, jamás de los jamases había probado una chutama femenina. Su niñez y casi toda su adolescencia las vivió en un rancho, cerca de Sahuaripa, Sonora; por su aislamiento e ignorancia, viendo fornicar animales en la sierra cuando se le calentó la hormona, harto de tanta chaqueta, sin saber qué jodidos hacer con su primigenia excitación sexual, no tuvo más remedio que consolarse con las gallinas, chivas y burras de sus abuelos. Así que después de esas aventuras y maniacadas zoofílicas, la primera morra a la que pasó por sus armas fue la (des)afortunada Raquel; a quien le estuvo rajando leña hasta que ella y su familia se fueron a cantonear a una colonia nais •
















CAPÍTULO 18


CUANDO SE ARRUGA PANCHO




«La voz del Can
hace cosquillas
eriza la epidermis»
Ricardo Solís




A los 23 años de edad, recién egresada de la prestigiosa universidad donde estudió la carrera de siquiatría, Raquel contrajo matrimonio con uno de sus colegas. Nada le dijo a su marido acerca de los chorrocientos amantes que había tenido después que el Tintán se la playó. Para qué, prefirió guardarse el secreto; puesto que el esposo era un supermacho sin la mínima educación en cuestiones de sexualidad, además de un patético eyaculador prematuro que no perdía el tiempo en cachondeos.

—Somos un matrimonio perfecto —decía a sus amigos el pobre babosete—. A mí vieja la hago venirse hasta cuatro veces todos los días.

La verdad era otra; cada que el marido de Raquel se disponía a matarla, apenas en cuanto se despojaba de los choninos empezaba a soltar la leche. La ruca, mejor ni protestaba; nada ganaría con pegar de gritos. Prefería desfogar los ardores con una variopinta fauna de amantes que tenía registrados en su nómina cachondera. Muchos matadores desfilaron por sus carnes.
Cuando el marido se dio color que la doc le tupía duro con cuanto cabrón le ajeraba, el resultado fue el divorcio. Ardido el exmarido la empezó a chotear de vieja fofa.

—Está bien guanga la cabrona, por eso la dejé —gritaba el güey a los cuatro vientos—. No sentía nada cuando se la metía; pinche vieja, tiene la panocha bien aguada.

Además, el bato recriminaba el hecho de que su exmujer casi no tenía pelos en la panocha; decía que se le habían caído de tanto cochar con otros güeyes.

—Cuando la conocí tenía el pubis tupido de vellos la cabrona. Hasta le dije que la maliciara poniéndose pelambrera artificial.

Acongojada y enciscada por tales vituperios, Raquel le escribe una carta a una amiga, pidiéndole algún consejo al respecto.

—Ni que los putos huevos de ese cabrón fueran dos pepitas de oro —le contestó la amiga—. Lo que debes hacer es olvidarte de ese pendejo, amiga. Ya llegará a tu corral un gallo al que sí le gusten las vaginas fofas.
Ahora, de lo que me comentas en tu carta que cuanto hombre se te insinúa te olvidas de tu esposo y acabas te vas a la cama con el fulano que te pide las nalgas, si eso te hace feliz no te mortifiques ni te compliques la existencia, gorda. Dale vuelo a la hilacha que solamente se vive una vez. ¿Qué culpa tienes tú que tu marido sea un sempiterno pendejo de huevitos tibios y tú, una fogosa? Yo siempre te dije que no eres mujer para un sólo hombre; tu esposo ya lo sabía y lo aceptó, ¿porqué hasta ahora salió con esos estúpidos reparos? Lo único que yo puedo aconsejarte para bien tuyo es que lo mandes mucho a chingar a su madre. Ojalá que pronto encuentres a alguien que te desfleme como lo mereces.

Años más tarde, Raquel se casa con un ruquito madurito al que se andaba calentado el animalito. Un inocente y despistado viejillo, cargado de marmaja, que le tripleteaba la edad •














CAPÍTULO 19


ATRAPADO EN LA TELARAÑA




«¿qué puede uno hacer cuando
una perra en celo aplasta su
coño contra uno»
Henry Miller




Concertada la cita, la doctora y yo acordamos la hora que nos veríamos en el Bloqui Oh. Con la puntualidad de un británico, a las diez en punto de la larache nos topamos en la entrada de la discoteca. Le dije a la doctora que antes de tomar algo primero cenáramos. Una vez en el antro comenzamos a beber y llegó el momento en que las copas se excedieron; las horas pasaron sin que nos diéramos cuenta. Ya medios sarazones y como a eso de las tres de la baraña decidimos abandonar el tugurio. Ella me dijo que me llevaría al hotel, que no agarrara taxi. Cuando caímos al cinco letras donde me hospedaba la invité a pasar al cuarto. Ya pedernal uno entra en confianza. Se sentó en un sillón y comenzó a hacerme confesiones de su vida marital, entanto que yo preparaba unos chatos de agualoca. Me comentó que tenía serios problemas con su marido, cosas de mujeres insatisfechas; que ya no se llevaban bien, etc. Repentinamente se acurrucó sobre mi pecho como buscando consuelo. Le pregunté si en algo podía ayudarle y me contestó, agradecidamente, que la abrazara y nuevamente me agradeció que la hubiese ayudado con el dinero que le preste. Después de aludir una serie de pormenores a cerca de mi existencia, verbigracia: que yo le había caído bien; que había despertado confianza en ella; que le recordaba a un novio que había tenido en la preparatoria, etcétera. Por mi condición de viejo lobo, tinto viejo en el oficio, de volada deduje que las intenciones de la doc rebasaban los lineamientos de una simple charla o paño de lamentaciones.
Dado que la ruca era beata de hueso colorado (pero con doblez), ya entrados en el gürigüiri y el chacoteo yo medio le recité de memoria pasajes de la Biblia que recordaba (específicamente lo relativo al libro del Cantar de los Cantares; hasta unos pasajes le escupí en inglés para presumirle la totacha que me mascaba: Song of Salomón, o como decía un cieguito argentino apellidado Borges: Song of the songs), que había macheteado en mis tiempos de monaguillo. La doctora quedó encantada con los churros místicos que yo le aventaba. Después de que terminamos de parlar, y dado que yo no traía carro, la señora me ofreció su ranfla para que me meneara en la ciudad. Por supuesto que acepté, no sin antes rechazar tal propuesta jugándola al cochi con maldiojo, y desde luego dándole gracias por tal cometido después de hacerme el interesante.

La doctora se puso muy nostálgica, y es que empezó a hacer remembranza de los años felices que vivió durante su matrimonio; le brotaban las lágrimas. Yo me sentía consternado ante tal situación y lo único que le decía era que se tranquilizara y que ya no llorara. La abracé tratando de consolarla para darle ánimo. Me dijo que se sentía muy sola porque su esposo ya no la amaba; que el ruco se negaba a compartir con ella el calor de lecho y, sin jactarse agregó ser todo fuego que sólo se apaga con el bálsamo de la pasión (este rollillo que la ñorsa me tiró, obviamente para amarrar martelo, no fue tan chespireanamente cursi como lo transcribo).
Entre moqueo y moqueo, la doc, de forma reiterada, me decía que sufría mucho, mientras yo la consolaba con abrazos y arrullos. De pronto acercó su mejilla a la mía; respiramos recíprocamente nuestros alientos; sus labios buscaban mis labios. Yo me me hice el tontito respondiéndole con un beso en la mejilla (aunque por dentro me estuviera caldeando); sentí sus pechos durísimos; la ruca estaba supercaliente pero también la estaba jugando. Sabía yo que la ñorsa estaba despesperada y medio desconcertada porque no el matador no le salía al toro (por guardar las formas del recato se reprimía en su calentura, ya se imaginaba gritando como gata con toda mi verga adentro).
La doc, pese sus cuarenta abriles, estaba un poco más que hermosa; tetas y culo resaltaban con una voluptuosidad que despertaba en cualquiera un fervorosa intención de poseerla.
Aquella noche llevaba pusto un elegante y sensual vestido muy pegado al cuerpo. Mientras pasaban los minutos la ruca se ponía cada vez más jat. Pero la calentura la disimulaba, mostrándose como si tal efervescencia la tuviera sin cuidado. No obstante el inconciente la traicionaba, pues se mordía los labios y comenzaba a hilvanar remebranzas de sus vida profesional y marital.

—Éktor, te ruego que me disculpes por estar importunándote a estas horas de la noche —balbuceaba, y asumiendo una actitud modocita espetaba—: Creo que ya es hora de irme; tratando de mostrar desinterés respecto al forniqueo que ya traía planeado.
—Esta ruca hace todo este pancho nomás pa que me la flete; anda urgida por un paliacate, sincho —conclusión que deduje sin cranear mucho el birote.

Y en efecto, la ruca traía una hambre de sexo más cabrona que la de un maestro de escuela rural. Ya estaba la doc a merced de la fiera lasciva, y en tal coyuntura le declaré mi admiración y deseos a la usanza romantiquera, y cuyos versos son los flecos de los calzones de Cupido (verbi gratia: señora de hermosura sin igual, envidia de las flores; qué tentación de besar sus labios...). Trabajada así la víbora no hay acción que no siga a las palabras; al escuchar esta verbosidad de terciopelo, seda y tafetán. La doc se estaba viniendo en mierda y se alucinaba en la edad de la pipiola; sentíase la novia de Corinto (bueno, eso digo yo; pero... ¿realmente se tragaría la borrasca?; por lo que aconteció después, yo lo dudo). De cualquier manera, algún efecto debe haber causado el ribete de sainetes, porque ateniéndonos a un adagio quevediano, no hay mujer, por vieja que sea, que tenga tantos años como presunción.

—Éktor, gracias por esas palabras tan bellas. ¿Son versos, verdad? ¿Tú los creaste?
—No, bueno fuera. Son fragmentos que recordé y me gustaron mucho. Pertenecen a Shakespeare. —(puro pedo; se trata de puras pinchis frases de telenovelas).

Total, podría figurar en boca del interlocutor cualquier ditirambo o tontería, indiscreción o barbajanería; lo que profiriera, en virtud de las circunstancias, sería aceptado como verdad absoluta o elevado al rango de la misma palabra del Evangelio.

Despachada y agradecida la cursi elocuencia (romántica, neoclásica y modernista) con que cautivé a mi terapeuta, pretendo pasar de la teoría a la práxis, o sea montar la yegua (que conste en actas: previamente se desarrolló la hipótesis de los opuestos universales con unos vasos de pisto).

Inicié las primeras maniobras sensoriales (caricias-arrumacos, besos y caricias-manoseos), abordando el objeto oculto del deseo erótico a partir de dos perspectivas o enfoques: las posibilidades de la satisfacción sexual en su sentido más estricto, los juegos y los placeres sexuales en su sentido más lato. En forma delicada se apartó de mí y dijo:

—No, no debemos hacer esto. —La malicié que solamente era una táctica de vieja mañosona; lo sabía porque fui un tiempo padrote de una puta en la zonaja de mi pueblo.


¡Continúa, Cúpido! ¡La has herido con tu infalible flecha!
La deje actuar. La guapa y escultural doctora no se me iría viva, de ninguna manera. Le dije que tenía el cuerpo de una diosa. No pocas morras veinteañeras desearían ser dueñas de un cacharro como el de la ruca. Esas pompas que veía desbancaban a cualquier pendeja; voluptuosas, hermosas. Un culo de oro. No valorar ese pedorro sería una hipocresía, y desperdiciarlo, pues una estupidez de las más grandes. Así que mi fierro empezó a estilar caldo, al mismo tiempo que se me ponía como pata de burro.

—No te voy dejar ir viva, hija de la chingada —pensé—. Te voy meter la chaira hasta que digas papá. Éste es tu anhelado trofeo. Se ve que eres una golosa de la leche. Dios quiera que la pistola no me falle a la hora de cuetear ese suculento relingo.

La doctora continuó su perorata:

—He tenido meses de mucha angustia, Éktor. Paco, mi marido, ya ni siquiera se fija en mí. Estoy muy triste, pero lo que me consuela ¿sabes qué es?; que, desde que te conocí, tú y yo hemos hecho buena química. ¿Tú me entiendes, verdad?
—Sí, sí, doc... perdón, Raquel.
—La culpa es que yo me casé con mi marido sin que hubiera amor. Tú nunca te enganches a alguien si no hay amor verdadero; eso es lo más importante.
—Tiene razón en lo que dice, pero hay mujeres que son capaces de embrujar a los fulanos con tal de atraparlos, los entoloachan.
—Es muy cierto lo que afirmas. Hay gente muy mala; y casi por lo regular el toloache lo ponen en los alimentos. Por eso es bueno que antes de ingerirlos se rece una oración para protegerse. Es un rezo fácil: 'Señor, bendice estos alimentos. Yo te lo pido.' Con esas palabras, veras que nadie te embruja.
—Las tomaré en cuenta, Raquel. Gracias.

La doctora estaba ensimismada en sus pensamientos. Había un completo silencio en la madrugada. Yo le daba la espalda mientras preparaba las siguientes bebidas, entonces ella me rodeó con sus brazos la cintura y repegó su rostro debajo de uno de mis hombros; enseguida me dio un beso en el cuello. Me di vuelta para responder a su caricia y vi que la ruca, ni tarda ni perezosa, ya estaba más puesta que un nuevo calcetín de cartero callento; desnuda me afocaba el mono; completamente bichi se abalanzó sobre mi calaca y, abrazándome, sin que lo manifestara, pedía una zarandeada de tanates debajo de su tarántula.

—Ay, baboso, mira nomás lo que te vas a comer —me dije—. Te voy a dar lo que quieres, mamacita.

Ya no hubo palabras que pronunciar, nada nos dijimos. Debido a la excitación que nos invadía, nuestros cuerpos eran los que hablaban sin hablar •











CAPÍTULO 20


LA MEJOR ESPOSA ES LA AJENA





«A mi puerta te arrastrabas,
me ladrabas y me aullabas
para lograr mi querer»
Paquita la del Barrio





Muy pronto la doctora comenzó a desatender no solamente al marido sino también su consultorio. Se entendió bien conmigo; parecíamos pichoncitos rebosando de amor. Era una esponja para chuparse mi dinero, se estaba dando las tres con mi firula. Yo había rentado una caja de seguridad en el aeropuerto y allí metí el parné. Únicamente dispuse de diez mil bolas, el resto lo clavé.
Yo fui muy obsequioso con la ruca, jamás le caciquié un peni; ella hasta las lagañas me quitaba al despertar por las mañanas. De mi siquiatra pasó a ser la sirvienta; creo también la chacha mejor pagada. Cuanto dinero le soltaba lo tronaba en un casino clandestino que los golfos y golfas con quienes jugaba bautizaron como Ruletilandia. La ñorsa rara vez ganaba, por lo regular siempre llegaba despeluchada.
La morlaca representa la fuerza de la grandeza, da realeza por más sucio y vil que sea el individuo; convierte en héroe al cobarde; en señorona respetable a la putarraca. Pero lo peligroso de la mosca es que ofrece un poder destructor, arranca las raíces de la moral y despedaza el alma. El dinero salía de mi bolsa en orden concupiscible; pues más tiraban sus tetas que ejes ni carretas.
No tardaría en abrirse un abismo en el suelo que pisábamos; ni todas las manos del mundo nos sacarían del hoyo donde la doctora y yo nos hundiríamos. Caprichos absurdos del destino o voluntarismo tirado a la milonga.
Agotado el capital, del amor jurado y perjurado únicamente quedará una chinche. A partir del momento que se acabó la pasta, las nalgas de la doctora dejaron de exhibirse en el escaparate de mis ojos. Del galán sólo quedará un hombrecillo gris y borroso, desinflado. Y para acabarla de amolar el marido de la doctora tornose en un infeliz suicida, pegándose un tiro entre el paladar y la calva. Fue lo mejor, la doctora siempre lo pendejeaba y lo trataba con la punta del pie. Y ¿quién creen que pagó el funeral? No me respondan.
El muerto ya está con los suyos, la viuda puteando como experta pencuria y escupiendo sobre el cadáver del finado un chorro de maldiciones que su flamante categoría de nueva chupona, gorrona, mazcorra y trepadora le permitían.
Ella me supo trabajar, me convirtió en un tipo ancho de narices, es decir en individuo que no lo mueve el enojo o la ira.
Yo nunca me engolondriné con la lana, es más me portaba blando en cuestión de gastos •













CAPÍTULO 21


PIRUJEANDO EN LA TiJUANITA DE HERMOSO




«A menudo los perros recorren en vano los bosques y montañas»
Ovidio




Agotado el último cuero de rana que llevaba en mi maleta, la doc apuesta en las cartas y en la ruleta, casa, consultorio y carro. Se mudará a un cuchitril ubicado en la calle No Reelección, que funciona como casa de huéspedes para universitarios pobres. No habrá colegas que se interesen por echarle la mano. La imponente y avasalladora fémina ingresará al ejercito de pirujas que alquilan sus vulvas en el parque Juárez. Primero lo hará en secreto y luego se destapará como daifa ribasalsera.

El botín del día: apenas ochenta varos.

—Ta muy piojo el negocio. ¡Ey, Rebe, hay que menear más el culo! —le reclama el padrote.

El proxeneta, un fulano prieto con ínfulas de Adonis y que presume cada vez que puede un pecho peludo, recoge la cuota y se despide de las putas que regentea dándoles un pellizco en las nalgas.

—Cómo cambia el sentimiento cuando el sexo se vuelve mercancía, y mercancía chafa y baratona —se queja Raquel ya toda una suripanta acorrientada.
—Obviamente, chulis —opina una de sus compañeras, y luego agrega—:
—Yo estuve muy enamorada de mi canchanchán. Pero quién sabe porqué, al cabo de un tiempo el amor se desvaneció.
—Todo es cuestión de estarlo alimentando como dijo Fromm —comentó Raquel.
—Pues ése es un pedo muy cabrón. Yo te aconsejo que no te claves mucho con los batos. Busca machetes que no vivan de la puteada. La conquista amorosa es solamente la antesala de la cochadera.
—Neta, me cae que sí. Y no es cábula; el amor no existe; sólo es un concepto hueco, vacío, postizo, abstracto; cuestión de lubricantes. Ten presente que la primera noche de amor es un olor a perfume rancio que el tiempo volatiza; un esqueleto de sueños incapaz de concretarse en felicidad; espíritu del pudor católico, apostólico y romano. No te dejes engañar por el calor de las velas y el olor a incienso, fíjate mejor en el horizonte del prepucio. También debo advertirte que la química no respeta parentescos. Una vez me coché a un fulano que era mi tío. ¡Creyó que porque era mi pariente no le iba a cobrar el pendejo!
—Dos personas apenas se conocen y al cabo de un rato terminan ensartados. La calentura concupiscente no tiene patria ni límites morales. Siempre sucede así, la carne domina. El amor es instintivo, bestial. El sexo empieza por la boca, por eso saludamos de a besito. Las personas cuando se conocen apenas se hablan, son perezosas en el parlar. Las atrae más un monte púbico que una filosofía. Prefieren ahogarse en mares de adrenalina que nadar en lagunas metafísicas."
—Sin un cabrón guapo te pregunta: ¿Me deseas? ¿Tú qué le contestas? ¿Te pones nervioso? ¿Evades la contestación? ¿O te suda la pepa?
—Para mí el amor es un repelón, un rabioso engaño matrimonial de gorja naturaleza. Nací debajo de la luna. Para mí el martes es igual que un jueves. ¡Puta madre! Mi signo del zodiaco es un feto ya podrido. No hay cosa más mala que este escupitajo de Dios que nos lanzo a la perdición. No sé cómo deshacerme de mis sueños; hace días que los escondo bajo la almohada y me persiguen.
—Me gusta caminar moviendo las caderas como si fuera licuadora; bailar mi enorme trasero. Me gustan más mis tetas que mi espíritu. El único patrimonio que poseo son mis nalgas.
—Cuando no estés contenta pellízcate los pezones. Es una buena terapia. Y si puedes bésate las ingles.
—Muérdeme el cuello y quítame la tanga. Ciento que ardo, mamacita. Tu clítoris es una flor que mata mi tristeza.
—Entonces, ¿qué chingados quieres, baboso?
—Yo nada, beibi [tengo que aprovechar la oportunidad] —pensó el lujurioso.

Gisela, se llamaba la morra que protegía y cuidaba a Raquel; jaina con encargo de velar por sus huesos. En realidad una chamaca de 16 abriles que parecía su niñera. Se había iniciado en el sexo a la edad de once años. Gisela era la cuarta de seis hermanas; no contaba con padrote; dormía bichi y se masturbaba escuchando las rolas del grupo Indio. Una amiga suya apodada la Gorda fue quien la encarriló por el camino de la putería. La gorda era una mina a quien también se le chorrearon los frenos desde muy temprana edad. Par de jariosonas. La gorda se había retirado y gracias a un delegado de la SEP que la estuvo pisando un rato. Ella, sin estudiar, se hizo maestra de kínder. Decían que se la rifaba para los mamelucos. Raquel y la Gisela se acoplaron. La gorda en ocasiones caía al parque Juárez a visitar a sus amigas suripantas. Un batillo güevón graduado en trapeología le estaba matando la rata a la ruca. Ella no podía agarrar mejor barco que un macuarro porque tenía un chingo de granos en la cara y unas nalgas que parecían de chango tuberculoso. Puro batos sarreados andaban sobre su cacharro. En cambio la Gisela, aunque se cargaba una careta de melolenga, tenía lo suyo: unas tetitas bien paraditas, unas nailon de aquellas, unas piernas de princesa fina y unos muslos de quinceañera cherri.

En los años que vendrán me toparé a la doc en Tijuana, ofreciendo su cacharro en una manfla de mala muerte en el mero Cagüilazo.


















CAPÍTULO 22


UNA RELACIÓN KLEENEX





«Fuiste perro traicionero,
pues mordiste aquella mano
que te daba de comer»
Paquita la del Barrio





Todavía guardo en mi mente la imagen de su rostro seductor, su belleza desnuda; ese cuerpo maduro y cuasidivino, la cintura de avispa, senos grandes y parados, torneadas piernas y nalgas extraordinarias. Todo un arsenal de partes pudendas expuesto a la intemperie de los ojos de un mozalbete de 17 años, una ofrenda erótica en los subsuelos de la percepción libidinosa.
Al entrar en contacto mi piel con su piel, la sangre se encendía; fuego que hervía en las venas. Pero el embeleso no iba durar mucho.
Cómo imaginarme que aquello que yo creía una verdadera comunión erótico-espirtual no era sino una desechable relación kleenex. Yo fui el número ochentaitanto de su lista de los amantes efímeros.
Cuando me dijo que lo nuestro ya no podía continuar sentí que el corazón se me atoraba en la garganta, más de rabia que de dolor. ¿Cómo no me di cuenta que el tatuaje que llevaba en la espalda presagiaba un exiguo avatar sexual?: «Todos los hombres del mundo son mis amantes».
Crispado por la cólera y la resignación, pensaba:

—Ahora, solamente en los sueños le sobaré los senos. Adiós, cunilingus, adiós, fricciones y eyaculaciones en vivo y en directo con la doc.

También, absorto, me preguntaba:

—¿A quién le facilitará las nalgas de ahora en adelante?

Recuerdo que ella tenía dificultades para alcanzar el orgasmo; sabía que para lograrlo uno debía presionar bien con la verga el lado derecho de su vagina; hazaña que muy pocos lograban a pesar de estar instruidos. De mí no tendrá queja, pues casi siempre que cogíamos atrapaba su orgasmo. Lo más curioso era que cuando lo conseguía se desmayaba. La primera vez que nos encamamos me llevé un gran susto; pensé que le había pegado un infarto. Y es que ella ya rebasaba los cuarenta años. Era toda una vieja loba en las malasartes del sexo.
Lo único que extrañé de esa corta relación fueron las delicias del perrito que poseía. Y no me estoy refiriendo a un chucho común y corriente; es decir, al animal canino que ladra y es considerado el mejor amigo del hombre. No, hablo de otra clase de perro.
El ochenta por ciento de la gente no sabe lo que es un perrito en la mujer. Además, son escasas las damas que tienen perrito. Algunas son tan tontas que ni siquiera saben que su vagina esta dotada con un perrito.
Para ser honesto, declaro, bajo protesta de decir verdad, que en mi trajinar sexual únicamente he conocido a tres mujeres con perrito •
















CAPÍTULO 23


UNOS ALIPUSES EN EL CECUT CHIQUITO






«que me perdone tu perro
por compararlo contigo»
Paquita la del Barrio





En la placa externa del local se anuncia el nombre «Aguas de Neptuno»; es la denominación comercial de una cantina a la que solíamos ir, mínimo una vez cada mes, algunos compas y yo, a soplarnos unos alipuses. Aterrizábamos al chupadero de marras regularmente a las siete de la tarde, y a eso de las doce de la noche, cuando la sobriedad ya estorbaba, revolviéndose entre burócratas, morraleros, yupis y borrachines comunes, arribaban al lugar algunas pequeñas glorias literarias de la frontera norte. Por ello, me acuerdo que a ese bar lo habían bautizado con el mote del «Cecut chiquito». Una foto de la Doña, o sea la María Félix, pegada en la puerta de un baño, indicaba a los clientes el mingitorio para las madmuaselas; en el de hombres colgaba la imagen del Jim Morrison. Qué contraste.

—Una jaina que quise un chinguero, era del mismo pueblucho donde nació la María Félix. La morrilla, por anécdotas que su abuela le contaba, le sabía dos tres pedos muy escabrosos a su paisana.
—¿A poco? —inquiere el «Cara el pistolita», un batillo mecánico que riborió el motor de mi ranfla, y que convidé unas birrias al terminar su jale.
—Neta, carnal. Pedos gruesos de la Doña; no creas que pendejaditas como las que escribió el jotete del Carlos Monsiváis, o el otro.... —el bato me interrumpe—:
—¡Ese pinche joto me cae en la punta de la macana!
—¡Ah!, ¿lo tripeas al güey?
—¡Como ño! Tiro por viaje aparece en la telera diciendo puras mamadas, en el programa del López Dóriga. ¡Oh!, perdón, bato, te corte la onda. ¿En qué ibas?
—Ummm... Que igual al otro güey, el putete sobrino del Ávila Camacho. Dice este lépero farandulero que la María Félix, de chamaca, le ponía Jorge al niño con su carnal.
—¡Uuuuy!, ¡qué pesada la ruca! Se playaba a su bróder.
—Sí, y que... por andar de incestuosa, su jefe le dio flais del cantón.
—¡Por maniacona!
—Este churro lo soltó uno de esos güeyes chapuceros; no pasan de confidencias o enjabonaditas que se dan por encimita; murmuraciones de sirvientas para entretener ocios. La morra que fue mi novia era oriunda de Álamos y me platicaba unas historias que no te imaginas... crónicas de primera mano acerca de la Doña.

El Cara de pistolita, bajo la influencia de la aguas etílicas, escuchaba atento el discurso de su interlocutor, y como tiene fama de parrandero y aficionado a la jarra, pues en la cantina se siente como pez en la guara. Guardando silencio la mayor parte del tiempo, más dispuesto a contemplar personajes y tópicos del lugar que, como en la mayoría de las tabernas, se olfateaba el olor a aserrín y Pinol.

—Guacha, compa —le dice su informante al mecánico, mientras saca un librito de una de las bolsas de su chamarra y comienza a hojearlo, tratando de localizar una página en específico—. Aquí está. Te voy a leer este dato que el autor de este libro —Museo Nacional de horrores, de Nikito Nipongo— escribió con relación a la María Félix.
—A ver, escupe, Lupe.
—Narra el autor del libro que un tal Mario Méndez le platicó lo que a éste le contó un fulano de nombre Joselito Rodríguez. Escucha lo que dijo el tal Méndez:

«Acompañó —el Joselito Rodríguez— una vez en su coche a Pedro Infante. Llegaron a la casa de la Félix cuando de ella salía Jorge Negrete, en auto con chofer. "Voy a cogerme a María", le anunció Pedro Infante a su compañero cuando se apeaba. Joselito se escandalizó: "¡Oye, espera!". Pedro Infante no le hizo caso, entró en la casa, permaneció ahí un buen rato... y que regresa el auto con chofer y con Jorge Negrete adentro. Bajó, se metió en la casa por una puerta y por otra se dejó ver Pedro Infante, que muy tranquilo se dirigió al coche de Joselito. "Listo", afirmó, "ya podemos irnos". Y se fueron».

—¡Qué cabrones! ¡Quién lo hubiera dicho que así se las gastaba Pepe el Toro, y con la ruca esa! —impresionado, acota el «Cara de pistolita».

Un ruco de pelo canoso en abundancia, dotado de un cierto carisma de animador bohemio, retozando jovialidad, pese a que ya ronda arribita de los 60 abriles, jala un banquillo de la barra y lo coloca en el centro del área, cuyo derredor se encuentran sitiadas las mesas que ocupan los libadores, depredadores de pomos que, entre charla, barullo y risas, también se beben la vida; alegría, nostalgia, coraje, penas, ensoñaciones, esperanzas y demás estados del alma y de la existencia.
La raza asidua a este lugar lo tiene plaqueado como el orador oficial. Le apodan el Majo, ya que en ocasiones le por dar sesear como los gachupas o los nacos mamones quienes, después de una estancia de veinte días en los madriles, andan tirando cagada de europeos, hablando con acento ibérico (un caso patético puede localizarse en la tozudez cretina del pendejo ese futbolista, el Hugo Sánchez).
El majo es el superestar del CECUTITO, y el atributo se lo ha ganado a pulso. Chequen porqué se vale como el más macizo en cuestiones de la disertación arrabalera o de purismo estético.

Escuchemos enseguida sus divagaciones perrunas •
















CAPÍTULO 24


EL BAILE DEL PERRITO




«Es de perros cambiar de opinión»
Ricardo Solís




El Majo, acomodado en el centro del tabernáculo, afinando cuerdas vocales o bucales (según sea el caso), descarga sobre sus receptores el discurso que la medianía de su ingenio le permite. No sabe ni cómo ni de dónde le viene.

—Más de uno preguntará ¿qué es un perrito?, ¿en qué consiste? Muchos alegarán: "Yo sí que es el perrito." Pero estoy seguro que la mayoría tiene una concepción errónea; y es que regularmente lo confunden con la posición sexual también conocida con ese nombre. Aclaremos que el aludido, nada tiene que ver con la posición sexual mencionada, conocida como doggy style. Son dos cosas distintas identificadas con un mismo nombre, mas no se corresponden, pero sí se complementan.
El perrito, del cual hago mención, cuando uno lo descubre puede representar un peligro. ¿Qué quiero decir con esto? Sencillamente que si equis varón realiza el acto sexual con una mujer que tenga perrito, el men experimentará un deleite soberbio y un placer ennoblecedor que no se conoce en el universo. Y no es guasa lo que afirmo, encontrarse en el catre con una mujer dueña de un perrito, es una entelequia caída del cielo, una verdadera magnificencia; sientes que vuelas del placer. Al terminar quedas en un estado de relajamiento sensacional y satisfacción de bienestar sin parangón alguno. Y a causa de ello, uno se engolosina con el sexo; y, ay de aquel pobre individuo que carezca de control en sus instintos, pues se convertirá en un explorador de nalgas, en un vicioso del culo; lo que podría traerle consecuencias patológicas por su adicción a las panochas (príapismo, señores).

Pero, ¿dónde está el perro? ¿En qué lugar tiene su guarida? El perrito en sí, mora en la vagina. Pero no se crea que reviste la fisonomía del canino que conocemos; el perrito se presenta en las cavidades de la vagina; es el músculo y la elasticidad de sus paredes, anterior y posterior; y que son tan flexibles que pueden llegar a tener contacto cuando el conducto vaginal no está ocupado, es decir no hay introducción del pene.
La mujer que desarrolla la aptitud de ejercitar el músculo de las paredes mediante contracciones, al ser penetrada suele ser capaz no solamente sacar hasta la última gota de esperma de las bolas de un hombre sino chuparle hasta el tuétano.
Durante el acto sexual el trabajo del perro consiste en ceñir y estrujar el pene como si lo estuviera mordiendo, mamando y macerando.

El ruco finaliza con estas palabras:

—Creo haber dicho los suficiente, pero si alguno de ustedes tiene dudas u objeciones que interponer, que hable; yo le responderé.

Nadie revira. Aplausos.

—¿Que te pareció, bato?
—De aquellas, canal. Se la sacó ruco. Chido; se discutió •















CAPÍTULO 25


ETIMOLOGÍA DEL TÉRMINO PERRITO




«¡Qué ocurrencias! ¡Jamás ha habido perros como éste en nuestra casa!»
Antón Chéjov




El sabio Guido Gómez de Silva, en su Breve diccionario etimológico de la lengua española (FCE, 2001), nos informa que el perro es el «mamífero carnívoro domesticado, Canis familiaris y el origen de este vocablo tal vez sea onomatopéyico; "probablemente de perr, prrr, brrr, sonidos usados por pastores para incitar tanto a sus perros como a sus ovejas».
Hemos visto cómo agudos críticos han desarrollado argumentaciones teóricas de la relación sujeto-objeto, es decir de su medición dialéctica. Consignamos dos ejemplos relevantes, primero Hegel y luego el filósofo de Tréveris. El joven Marx, siguiendo a Hegel establece que el lenguaje, así como cualquier otra actividad vital conciente, no pierde jamás su conexión con el proceso material y su desarrollo. Se concibe como la expresión de la perspectiva ideológica, de las actitudes o los hábitos del pensamiento del conglomerado social. Por tanto, el lenguaje suele ser más que un instrumento de comunicación. En rigor, la materialización de una visión cognoscitiva. La misma concepción la encontramos en Esquilo, Shakespeare y Goethe.

Bajemos al terreno mundano para precisar el fenómeno lingüístico. Si nos atenemos a la definición clásica de la palabra perro, «mamífero carnívoro domesticado», advertimos de inmediato su «desfasamiento semántico», no corresponde aquí señalar sus motivos, ello implicaría un análisis riguroso, solamente diremos que las condiciones sociales de miseria, asimismo el desarrollo tecnológico, generan nuevos conceptos, también dan lugar a otras acepciones y modificaciones en el lenguaje, etc.

La definición clásica o formal del vocablo perro como «mamífero carnívoro domesticado» ha variado, al grado que en ella podemos ya prescindir del elemento «carnívoro». Sabemos que la mayoría de los caninos en este mundo civilizado —regido por el orden tecnológico— es alimentada con una variada cantidad de sustancias. En cuántos hogares no observamos que los chuchos se alimentan de machigüis, sobrantes de comida que antes, principalmente en los poblados rurales y rancherías, se destinaban a los puercos. E incluso, por las circunstancias de pobreza en que viven sus dueños, un sobrado número canes han incluido en su "dieta" hasta pañales, panes, fritangas y demás desperdicios alimenticios y estercoleros de los basureros.
Por ello, nos atrevemos a decir que el adjetivo carnívoro ya no cabe dentro de la definición tradicional. Las lecciones que han dado las grandes mentes nos ilustran para entender que el progreso no hay que estudiarlo desde el punto de vista lineal, ni tampoco reducirlo a expresión de la ideología clasista bajo la cruda fórmula base-superestructura. Recordemos que la realidad se forja a través de la conciencia y que la base material (categoría manoseada y pervertida por los monistas del marxismo del oficial) no es un hecho económico objetivo, sino la organización de la conciencia y la actividad humana. La escuela de Turín, y específicamente Gramsci, y la New Left de Inglaterra, particularmente Shlomo Avineri, Raymond Williams y Baxandall, han realizado aportaciones importantes en este aspecto •














CAPÍTULO 26


DEFINICIÓN DEL TÉRMINO PERRITO SEGÚN LA DOXA





«¡No sé por qué le gustan tanto los perros!
¡Son mil veces mejor la perras»
Antón Chéjov





Me dirigí a la Universidad de la Vida —o sea a la calle— con el propósito de recoger una noción del concepto de perrito y armar una definición de conformidad con la voz de la plebeyez. Al contactar el mundo real obtuve de algunas personas las consideraciones que enseguida hago saber. La mayoría de los "encuestados" (casi el 80%) resultó ignorante del perrito. Lo sorprendente es que hasta ginecólogos desconocen el concepto que fue la materia del sondeo.

Una mujer (24 años de edad) de las que la mojigatería de hoy —para ocultar las contradicciones que imperan— llama trabajadora sexual o sexoservidora, en vez de su auténtica nomenclatura, o sea puta, o bien, con cariño y menos rigor, prostituta, sostuvo que el perrito «es la maña que algunas mujeres tienen en la panocha para engrir a los hombres» y que deriva de la acción de «apretar la verga, sacudiéndola para dar más placer a la hora de coger».

Un mecánico —32 años de edad— declaró que el perrito «es una transa de las viejas, o sea un nervio que tienen en esa madre de abajo para atrapar la cabeza, para que vomite el borracho y prenderlo, para bajarlo con el billete».
De esta metáfora se deduce que la palabra viejas se emplea como sinónimo de prostituta; la expresión «que vomite el borracho» se refiere a la eyaculación de los espermas; el verbo «prender» significa cautivar o embelesar y «madre» refiere al órgano sexual femenino.

Un poeta tijuanense —de 33 años de edad—, quien pidió guardara en el anonimato se celebre nombre, manifestó total desconocimiento con relación a la palabra perro.
Una daifa —de 25 años de edad— que tabanea en un bulo de la Zona Norte, al preguntarle qué cosa es el perrito afirmo lo siguiente:

—«Nadie tiene perrito, no sean pendejos».

Asimismo, otra madmuasela —de 30 años de edad—, muy refueguiada en la pirujez, y de los mismos rumbos que la ruca anterior, respondió:

—«Bueno, el perrito no es nada. Es algo que uno inventa; con pura maña lo hace; aprieta el culo y se aprieta todo. ¿Otra cosa?».

Pero no todo sale como se planea y en ocasiones surgen mimosidades como la que sigue. Esta fue la reacción de una mujer —de aproximadamente de 40 años—, y a quien me topé en la calle Siete del tango de la ciudad:

—Disculpe, señora. Estoy recopilando información por medio de una encuesta. ¿Podría contestar una pregunta?
—«A ver, tú, dime cuál».
—¿Usted sabe lo qué es un perrito?

La fulana retrucó con este salivazo:

—«¡Vete a chingar a tu madre, güey!»
(Por algo siempre digo que hay andar preparado mentalmente para aguantar el rendibú folclórico que se inflama de coraje. No se sabe dónde puede brincar la liebre).

NOTA: Si ustedes examinan el sentido de la pregunta que le aventé a la ñorsa, se darán cuenta que al responder la traicionó el subconciente. Yo no le pregunté qué tipo perro. Por tanto, deducimos que la ruca sí sabe qué cosa es el perrito.
Otro detalle que no está de más señalar: la ñorsa de marras tiene cara de media putorrona. Uno que es perspicaz —¿esta es la palabra adecuada?— de volada les da tinta a las leandras •













CAPÍTULO 27


EL GUARDIÁN DE LAS FÉMINAS






«El general no tiene perros como éste»
Antón Chéjov





La labor del perrito estriba en doblegar al intruso que invade la zona prohibida; su eficacia depende del movimiento opresivo de las paredes vaginales que en pausas tiende a amainarse para dar relajamiento al músculo y de nueva cuenta aprisiona el miembro estrujándolo como si lo fuera a macerar o triturar. Aquí lo interesante es que la mujer es quien domina la acción y dirige el ayuntamiento; el hombre asume un papel pasivo, solamente entrega el cuerpo.
El perro, dueño de una investidura femenina, en cuanto siente que el falo comienza a enfundarse y dar sus primeras embestidas, prácticamente abre el hocico consintiendo mañosamente que el instrumento sexual se introduzca con toda libertad entre sus mandíbulas; entonces procede la faena y apaña al huésped, lo atenaza, meneándolo de un lado hacia otro, de arriba hacia abajo.
Cualquiera que estuviera observando la escena pensaría que el perro lo quiere triturar, enloquecido con la adipsia erótica. Por su parte, el desbragado amante se convulsiona afianzándose de las caderas de la gamberra; suda, gime, jadea; demuestra su masculinidad sometiéndose a la bestialidad concupiscente del perro; lacayo libidinoso que sucumbe ante los espasmos de la vagina mordelona •












CAPÍTULO 28


LA DICTADURA CLITORAL






«De perro a perro, ¿quién es
el más perro y más canalla»
Paquita la del Barrio





La dictadura clitoral se impone. Ella está encima del amasio, dándole la espalda; lo tiene dominado, tumbado en la cama, azota sus nalgas con mucha rapidez y fuerza. Su perro tiene zampada la verga hasta el fondo del hocico. Ambos berraquean; pero ella es la que embiste de abajo hacia arriba; luego esos impulsos se invierten; mientras el perro deglute, estruja y exprime, extrayendo el brebaje venéreo, no se detendrá hasta no saquear la última gota de incontinencia. La ramera para eso lo adiestró, para que deje sólo pingajos.
Ella se mueve con intensidad y el paroxismo altera el semblante de su monigote; le descolora el rostro. La presteza de sus nalgas también muda el ritmo, se sosiega, se detiene. Extático, el casquivano supone que la misión ha terminado. Pero el pelele conjetura mal, pues la gamberra multiplica la impulsividad y de nuevo comienzan las embestidas con más virulencia y fogosidad. Los niveles de excitación representan ya un martirio para el enamorado, el fervor copular que lo invadía se soslaya como un castigo y pide esquina. Los gemidos de ella hacen comparsa con los de homo cachondus, suben de tono, aumentan de intensidad, se transforma en gritos; ambos cuerpos se tensan y entran en convulsiones, parece que les están aplicando electrochocs. Los gritos de ella no cesan, sigue moviéndose frenéticamente, está loca de placer, aúlla. Él se está deshaciendo, el perro le aprisiona la verga, lo tienen atrapado, ya no le quedan fuerzas, los orgasmos se multiplican y entonces descarga el líquido seminal dentro del hocico del perro.

Decrece la erección y el pene decae en flacidez.

—¿Hemos llegado al final de la fajina?

El enamorado piensa que sí, porque las convulsiones han cesado. Sin embargo, la ruca quiere más pedo, el canchanchán se ha quedado getón, parece un guiñapo tirado en la cama con el culo parriba.
Se le acabó la pila. Ya está roncando el güey, bien dompeado el culero; todo deslechado lo dejó la matadora •










CAPÍTULO 29


CUANDO DESPERTÓ, EL PERRO ESTABA AHÍ





«¿Cómo va a tener un perro así? ¿Dónde tenéis la cabeza?
Si este perro apareciese en Petersburgo o en Moscú,
¿sabéis lo que pasaría?»
Antón Chéjov





Él intenta levantarse, al fin que ya cenó Pancho, pero el perro aún permanece con el famélico aparato hacedor de niños embuchado en el hocico y no lo suelta. La gamberra no quedó satisfecha y se lo quiere coger otra vez, pero ya aminoró la erección del chichicuilote. Eso a ella no la tiene sin cuidado, mientras tenga ganas de coger es capaz de resucitar a un muerto. ¿Con esa verga tan fofa realmente podrá el infeliz bajarle los ardores a la ganosa mujer? El verraco no decide, lo que importa es el deseo de la jariosona. Conque el tipo preste su cadáver es suficiente, el perro se encargará de endurecer al chafalote; ha sido adiestrado para robustecer pitos aun más churidos que el de ese pobre cabrón; es un especialista en cuestiones de rigidez.
Y en efecto, el desenfreno no admite limosnas; es todo o nada. La damisela se prepara para un nuevo embate porque todavía no ha saciado su apetito sexual, y abre las piernas, apretujando con las nalgas los huevos del amante ya desmirriado. Sabemos que el perro como si fuera un bebé glotón de pecho se amamantó con el ahora endémico báculo; lo chupó con fragosidad y casi lo deja transfigurado en renacuajo y ahora lo rasca para quitarle lo pilongo, le clava los colmillos y lo revive con restregones y cosquillas. Súbitamente el clítoris refriega el glande y resurge la protuberancia. La hembra sabe que la virtud difícilmente puede ser derrotada. Lentamente el tren empieza a correr por la vía vaginal.
Gracias al perro se ha recuperado la rigidez del ayuntador y está en el punto normal de erección. La cogelona sube las nalgas enganchándose del pene; montada como un jinete, espoleando el tronco de carne. Apenas está media empalada, las bolas apachurradas. El hocico del perro ya siente el enorme punzón. El glande ya está como quijada de burro y los pliegues de la vagina comienzan a estrangularlo. Hay sacudimiento de arriba hacia abajo; las nalgas golpetean los huevos. La verga se aparta del orificio, casi está saliendo del recinto venéreo, pero luego ella deja caer el culo encima de las pelotas y la verga se hunde hasta el fondo. El tolete queda a entera disposición de la chacalona; ella manipula la operación a su antojo; repite las embestidas con destreza; magistralmente jinetea montada en el mono que se encuentra tendido boca arriba sobre la cama. Él no sabe si lo que siente es dicha o martirio; tiene los ojos desorbitados.
Ella salta como un resorte encima de la verga; empina y deja el culo caer hasta el fondo; luego lo baja, lo sube; anillada en la enhiesta macana, la desentierra un poco, enseguida se la introduce al perro en el hocico. El animal se la traga Ella con el perro hacen milagros, domina la situación; el sexo en sus manos es todo un arte; un paso hacia la total liberación sexual. Verdadera fiera lasciva y el agresivo perro se compaginan en la cama; ella se llama experiencia y el perro excitación. No le molesta que el macho se sienta menos. Ella tiene la inteligencia suficiente para dominar y gozar. Es ella quien se lo está cogiendo y se está volviendo loca de placer; se está deshaciendo a gritos, y no para de embestir. La velocidad con la que se mueve le provoca llanto, y el llanto se ahoga y se transforma en súplica; le encanta su papel de zorra; y se niega a abandonar la faena. Jadeante se retuerce del gusto y no se detiene hasta que siente un chorro de leche caliente invadiendo el hocico perro. La gamberra aún quiere más y el perro, escurriéndole del hocico un líquido espeso y blanquecino, nuevamente procede a revivir al príapo moribundo.
Cuando la operación lasciva llegue a su fin, del amasio solamente quedará una pingüe piltrafa. Quería coger, ahora se aguanta. Y no hay manera de zafarse, el perro le tiene pillada la verga y de seguro le va sacar hasta los sesos.

Ante estas circunstancias, hasta el mismísimo Dios corre el riesgo de llegar a convertirse en un perro •











CAPÍTULO 30


A QUIÉN LE DAN PAN QUE LLORE





«y el perro, que no es tonto, le ha dado un mordisco...»
Antón Chéjov




Unos cuantos chelines en la buchaca del tramado le sonaban a quien había sido el dueño de una pesada marmaja. 100 mil bolas valieron madre en seis meses. Los siniestros amores cuestan un alto precio y son efímeros. A falta de morlaca la relación erótico-pasional del bato y la ruca llegó hasta donde llegó el último dólar. Ahora, lo mejor era pintar venado para otros lares. Ya nada había qué hacer en Hermosillo.
Por otra parte, ya se sabe en qué circunstancias se encontraba también la doctora, taloneando el billete en la puteada, y no precisamente en un bulo de categoría, sino en el jardín Juárez, sitio mejor conocido como la Tijuanita.
De aquella buena mujer, decente, trabajadora, responsable y puntual en sus quehaceres profesionales, únicamente se divisaba el bulto de una piruja trituradora de falos.

—¿¡Qué, jefa!? ¿Cuánto me cobra por aventarle un paliacate? —le preguntó a Raquel un jovenzuelo de escasos 16 años, estudiante, como lo evidenciaban las libretas escolares que portaba.
—«Otro animalito cogelón» —pensó ella, sin murmurar palabra alguna. Luego le respondió—: Mira, no me pasan los plebes que apenas acaban de brincar la cuna. Búscate una de tu edad, chamaco.
—¡Qué, si le voy pagar, pinche vieja leandra!
—Discúlpame, pero no puedo ir contigo al cuarto...
—Muy bien, jefa —le dijo el solicitante del sexoservicio y lanzó una carcajada; luego se marchó.
—«Pinche onanista» —Murmuró Raquel, al momento que el mozalbete se piraba.

Esas nalgas, esas piernas, esos muslos y ese cacharro no le van a durar para siempre. Sin embargo, y en un parpadeo, su vida se ha transformado en un coito y su vagina, en perro rótguailer incompasivo en su faena mordelona.
¿Qué sentirá, y dirá, la ruca cuando ya no pegue el chicle con los buscadores de complacencia sexual? ¿La excitación viril demandará sus servicios como lo hace ahora? Ella lo piensa, pero prefiere no resolver la interrogante que su conciencia, inconcientemente, le plantea. Opta mejor por el éxtasis y no deja que la angustia la atosigue. Por el momento la cogedera es su mejor cartera crediticia.
Cuando la ruca termine de trasquilar su chango, ya tendrá tiempo de pensar qué hacer pa ganarse la vida. Si la pucha no es eterna tampoco el chile dura toda la vida. A la a ruca todavía le cuelga una buena madre de kilometraje para hacer lo que más le fascina: matar la rata.

La doctora todavía estaba buenera, aunque el billete que aperingaba soltando el relingo en el jardín Juárez estaba medio cacicón. Pues casi puros gendarmes, albañiles, y uno que otro universitario bajado de la sierra de Cumpas, Caborca o de la Colorada, eran los que formaban el listado de su nómina putaril. Elegía a Belcebú, en lugar de Dios, en la hora de invocar que le cayera algo clientela.
Y, no se puede negar que la doctora tenía su pegue pal arrimón; ni siquiera los más roñosos le hacían el fuchi, ya que al guachar las tamañas bolotas que por detroit y por delante se cargaba la ruca, temblaban de lujuria.

—¡Tripea las ubres que tiene esa pinche puta, carnal! —le dijo, sorprendido, un bato al compa que lo acompañaba, cuando se toparon con la ruca.
—¡Chup, chup! ¡Slurp, eslurp! —le piropeaban a la fémina. Pero como no traían firula solamente les esperaba lo mismo que al chinito: nomás milal.
—¡Qué pinchi borrachera láctea me iba pegar con esas tetotas!, pero ando raiz, sin un quinto.
—¿Qué me ves, pendejo? —le reclamó la doctora al mirón menos prudente, y éste le contesta:
—Es que te pareces a una vieja que busco pa terminarme de criar.
—¡Pendejo!
—¿Pa qué andas de exhibicionista, culera!
—¡Pinchi puta, cara de guajolota con chorro!
—¡Tú puta y reguanga madre, joto, que ya quisiera tener chupones como los míos!
¡Las chichis de tu puta madre que te aventó al mundo, de seguro han de ser dos picadas de mosco! ¡Y tu pinche padre, marica, ni cuenta se ha dado porque le gusta la verga!

Semanas más tarde, demasiadas, la ñorsa ya no se hundiría en encorajinamientos del calado ya descrito, y no sería porque la pelusa se hubiera amansado en esos menesteres tan braveros, sino porque soltó las amarras que la tenían anclada al parque Tijuanita. La jaina mudó sus encantos la frontera, tras un proceso de convencimiento por parte de una de sus colegas suripantas, le cayó a Tijuana. Pero tal viaje lo cuajo después de 10 años de putería.
Así que la ruca, cuando aterrizó en el mero Cagüilazo ya frisaba los 60 abriles •














CAPÍTULO 31


¿DÓNDE CHINGADOS ESTÁ NOGALES?





«¡Acércate, amigo! Mira este perro... ¿Es vuestro?»
Antón Chéjov




Completamente ruino llegué a Nogales. Traía una hambre espantosa; tenía casi dos días sin echarle al mono un refín. Me andaba cargando una jaria de la puta madre; ya no la aguantaba. Nomás me gruñían las tripas; sentía que el intestino grueso se comía al intestino delgado. Mugroso y apestoso, tanto que ni yo mismo me aguantaba la jediondez que desparramaba. Lo único que me mantenía en pie era el puto orgullo y las ganas de llegar al cantón de don Mustafá pa que me hiciera una balona.
La curota que me van a agarrar las hijas del ruco cuando me vean llegar todo sarroso y valiendo madre, pero ni pedo.
No traía ni pa los chicles. Tanta firula que me mamé con la doctora; ni el talón me quedó del billetón que había cuajado. Decía yo —igual que el Pablillos de Quevedo—: «Malhaya quien se fía en hacienda mal ganada, que se va como se viene». Mucha lana tirada en menos de un añuco. Ni pa pagar el pasaje de Hermoso a Nogales. Me tuve que desafanar de raite con un trailero que se apiadó de mí y me tiró en el crucero donde está la carretera a Puerto Peñasco. De allí me la tuve que rifar a puro pincelazo hasta el centro de Nogales. Casi cincuenta cuadras a puro patín para aterrizar en la cantona de Mustafá. Taspaneándole por fin divisé el changarro de ruco.
Cuando guaché que no había carros en el estacionamiento del negocio comencé a presentir que algún pedo había ocurrido. Ah, cabrón, si a estas horas el parqueadero ya estaba hasta la madre de ranflas. Qué raro está el birote, ¿qué pasaría? Caminé hacia la parte de atrás pa ver si estaban los morros talacheros de la cocina. Cuando iba atravesando el patio, escuché que alguien me habló.

—¡Ey, bato! Caile para acá. —Era el Caracol, un saico que jalaba lavando carros.
—¡Quihubo, compa! —le dije, luego nos saludamos de baisa—. ¿No está el ruco en el changarro?
—Ni te acerques, carnal —me advirtió el batillo, volteando la cabeza pa un lado y pa otro, como queriendo darle color a algún güey—. Ta bien caliente aquí.
—Y ¿ese pedo? —le pregunté, sacado de onda.
—No'mbre, manito. Si te contara cómo estuvo el pedo.
—¿Qué pasó, bato? A ver, desembucha.
—Se armó un pedo; se le cayó el cantón a don Mustafá. Bien machín. Lo tronaron gacho al ruco.
—¿Cómo estuvo?
—No, pos... cayeron unos macizos, armados hasta el culo. Como diez ranflones de a cinco cabrones en cada una; bien encuetados se apearon de esas madres y, cortando cartucho, se tendieron sobre el ruco y lo tronaron. Yo no vi el pedo, pero don Polito, el bolero de enfrente, me contó cómo estuvo la acción. Él me dijo que guachó todo el pedo.
—Y ¿qué ondas?
—Lo quebraron... a tu patrón, men. Y de paso se llevaron las calacas de dos tres chalanes que jalaban con el ruco. Eran más de cuarenta güeyes los que cayeron. Gente del Chivo Ledesma; compró la plaza de Nogales y ahora él es el macizo.
—Oye, pero si don Mustafá estaba bien parado.
—Estaba... tú los has dicho.
—¡Qué culero! ¿Y que pasó con las morras, bato? —pregunté, intrigado.
—La jainita más morra fue la única que la libró, porque estaba (dice don Polito) que en la escuela, en la uni del otro saite. La otra jaina, la chonchita, la que le hacía el paro al ruca... también la reventaron.
—¡Puta, madre!
—Qué bueno que te vi, bato. El restaurante del ruco lo tienen vigilado; yo creo que pa ver quién cae. De chingaderas te divisé cuando venías. ¿Porqué andas todo mugroso, carnal?
—Si te contara lo que me pasó, compa. No me ibas a creer —le contesté, medio agüitadón, que hasta el hambre se me quitó.
—Vamos pal cantón, bróder, pa que te des un chágüer y te cambies de garra.
—Uuuuh, qué a toda madre, bato. Gracias por el parote. No me la acabo, jomi.
—Sí, güey, se te ve que andas bien jodido.
—Bien dicen que las desgracias no vienen solas —agregué, mientras me rascaba la chompa y seguía al bato rumbo a su cantón. Me quedé callado pensando en las hijas de don Mustafá •













CAPÍTULO 32


A TiJUANA ME VOY





«Ustedes tienen suerte de que aquí no haya un perro
Había. Lo envenenamos»
Rubem Fonseca




Hastiada y huyendo como quien se escapa de la persecución de un ejército de abejas africanas, Raquel salió de Hermosillo y sin despedirse de sus colegas. En realidad trataba de huir del algo de lo que fatalmente nadie como ella puede esquivar. Las ratas de un barco, aunque estén en todo su derecho de abandonarlo no lo pueden ejercer. Todo esfuerzo será en vano, también se ahogarán. Ella no será la primera rata que logre salir viva del barco de ese a punto de hundirse. Salió de Sodoma para entrar en Gomorra.

Cuando Raquel abordó el autobús que la llevaría a Tijuana, el chofer de la burra, al guachar el trasero de la doc, sintió unas inmensas de sobarle las tepalcuanas. A sus sesenta años la ruca todavía estaba de antojo. Si el bato que piloteaba el bas, la hubiera visto dos decenios atrás, en el tiempo que yo me la andaba fletando, el güey, de cincho, que se habría cagado pa dentro. Me cae que sí. Pero con ese culo, la ruca ya no estaba en condiciones de competir con las lozanas paraditas de la Zona Norte, morras entre los 15 y 20 abriles. Así que la cosa no iba a ser muy fácil para ella. Bueno, pero una ventaja sí tenía sobre aquellas leandras: la doctora era una experta consumada en el arte de la cochadera y, además, poseía una aparato genital que, con excepción de maquilar chilpayates, funcionaba al ciento por ciento. Un poco resecón a la hora de iniciar el enjuague debido a los efectos de la menopausia; lo cual representaba un detalle mínimo, pues la lubricación del chango se obtiene no solamente por medios naturales, pa eso sobran cremas y jaleas. Y que lo digan los que ya se habían acostado con ella. Ardorosa y turgente aún mantenía su soberbia figura femenina. A pesar de la edad avanzada, despertaba ardientes pensamientos.
Antes de que amaneciera, era una madrugada de verano, la doctora, después de 13 horas de viaje, llegó a Tijuana.

—No sé si aquí seré mejor o peor de lo que soy —pensó, mientras caminaba siguiendo, casi por inercia, los pasos de la gente que se disponía a salir de la central camionera.

—¿Le puedo ayudar con su maleta? —le preguntó un ruco acarreador de equipaje.
—No, gracias. Yo la puedo cargar —le contesto.
—Le creo, señora. Que le vaya bien.
—Muchas Gracias. Que Dios lo bendiga.

El primer coraje que su bilis registro fue por causa de los taxistas:
—«Pinchis ratas. Ciento cincuenta pesos al centro. Tan pendejos los babosos. Tomaré un pesero».

En cuanto se apeó de la burra, ya metida en las entrañas de la ciudad, entró a formar parte animación callejera, el jolgorio y de todo el movimiento que suscitaban los obreros, los estudiantes, los comerciantes y los trasnochados que obedecían las ordenes de una dia más de rutina o francachela. Era la segunda vez que estaba en Tijuana, la primera fue cuando vino a un congreso de siquiatría, cuando recién había egresado de la universidad. Pero aquella vez no pudo darse cuenta del aspecto enfermo que mostraba la ciudad: harapientos tirados en las banquetas, borrachos tumbados en la parada de los taxis, pirujas rumbo a su casa, malillones corriendo hacia ninguna parte en busca de la cura, malandrines a expensas de chingar a quien se le duerma el gallo, etc. Semejante espectáculo no la inmutó; son los convites de una noche de farra, algo normal. Para ella eso era inaudible e invisible. Lo único que le caía como patada de mula en la boca del estómago, era ese pinche olor a mierda que brotaba de las alcantarillas •













CAPÍTULO 33


¿POR CUÁNTO ME LO DAS?






«El perro es tan pequeño y tú ¡tan grande!»
Antón Chéjov





En un condominio ubicado en la calle Mérida de la colonia Chapultepec, cinco estudiantes de preparatoria festejan el campeonato de futbol chupándose unas botellas de agua loca, pero de las más cariñosas. Pues son hijos de papi, yúniores, pirrurris. Se desenvuelven en el degenere que les brinda su borrachera mariguanil de alto riesgo. Fumando jachis importado de oriente, quemando la mejor roca de Portland y chutándose las mejores tachas de éxtasis que un púcher les trajo de San Diego.
Así se arman de valor y se preparan para la gran cruzada: caerle a la Cagüila, pues es menester que un corrompido mozalbete libere testosterona. Es el ritual que dignifica condición varonil y confiere la hombría (no participar en este ritual equivale a rebajarse a marica; en la guerra de los sexos puto es un traidor o desertor).

—¿Qué chingados vamos a hacer en ese puto lugar de macuarros jediondos? —respingó un miembro de la palomilla fresoide.
—Te vamos a llevar con una puta para que te desquinte, pendejo. Así que prepara los condones.


En una casa de la colonia Juan Soldado, donde la pobreza se subleva contra sí misma y las expectativas de vivir, entre carraspeos de tequila barato, dos amigos platican lo que para ellos viene a ser un hálito de gloria

—Quiero conocer a la ruca que dices tú que tiene perrito.
—La puedes encontrar en un congal de la Zonaja que se llama El Vaquero güero. Caer a ese tugurio como a partir de la seis de la tarde; se llama Raquel, pero la perrada que la conoce le dice la Doctora. Dicen que se traga a los hombres, por la panocha, claro está.
—¡Ay, güey!
—Si te topas con ella y te la llevas a coger, te va a dejar más chupado que un biberón de niño de orfelinato.

Cuando sus amigos convencieron al chamaco para que tuviera trato carnal con la doctora, éste lo que menos hizo fue mostrar interés por los suculentos atributos de la ruca. En lo que al sexo se refiere, tenía motivaciones distintas a las de sus amigos.

—No me gustan las mujeres —advirtió el mozalbete cuando estaba frente a la doctora.
—Eres puñal —le dijo Raquel al chavalo.
—Sí, y mis amigos no tienen la menor idea de que soy un pinchi joto. Me despreciarían y se burlarían de mí si se enteran. Mire, le propongo un trato: le doy cincuenta dólares, aparte de lo que usted les ha cobrado a mis camaradas por sus servicios, y dígales que sí me acosté con usted. ¿Acepta la oferta?
—Está bien.
—Un último favor —dijo el putito de clóset—: présteme un ratito su ropa; es que me muero de ganas por vestirme de mujer.

A Raquel no le inmutó tal petición, solamente sonrió y comenzó a desvestirse para que el chamaco se pusiera su ropa.

—¿Cómo me veo? —le preguntó.
—Muy sexi —respondió Raquel en tono medio burlesco—. Me imagino la cara de tus amigos al ver que no eres un machín.
—Estoy un poco nervioso.
—Es de esperarse. ¿Y tus padres? ¿Saben que eres puto?
—No, ni siquiera se las huelen. ¿Me prestas tu lápiz labial?
—Sí, sácalo de mi bolso. Tarde o temprano sabrán que su hijo es un putete.
—Ya sé. He pensado hablar con ellos acerca de mi situación de...
—De joto.
—Ajá. Pero siento un miedo terrible. Mis jefes son muy puritanos, tú sabes...
—Pues vaya sorpresa que les espera. Un hijo puñalón y además travesti.

Después de haber despachado al chamaco, al que, por cierto, prometió guardar en secrecía la mariconez develada, nuestra heroína se acomoda junto a las putillas principiantes que hacen fila a lo largo de la calle Primera, con el culo repegado a la pared de los changarros.

Los compinches del homosexual reprimido festejan la supuesta hazaña viril del chamaco. Pobres pendejos, no saben que han sido deshonrados en su animosidad masculina. Y no son más que cómplices de una fantasía hipócrita.

—¿Así que le tupiste duro a la pinchi vieja, carnal?
—Sí, bróder.
—¡Y que se cuiden las putas! Aquí va la encarnación del macho.
—No esperábamos menos de ti.
Los parroquianos de la colonia Juan Soldado, los mismos que horas antes ensalzaban con furibundo lirismo las virtudes de la doc en el plano sexual, se apersonan ante ella solicitando con descarada vulgaridad el canje de la grupa por la moneda.
Raquel, acostumbrada a la mentalidad callejera, ni siquiera se inmuta del léxico de la genitalidad que torvamente emplean los parroquianos para establecer comunicación y cerrar acuerdo para el contacto sexual.

—¿No se le afigura, compa, que la puta esa pide mucha lana por un palo?
—Usted no la haga de pedo que yo le voy a pichar la nalga —arguye el invitador.
—Pos si así está el negocio, allá usted. Paqué me pongo melindroso. Pero... y... usted, ¿qué provecho va a sacar de esto, compita?, ¿si yo soy el que me voy a dar el banquete? —pregunta el invitado, al tiempo que sugiere—: ¿Qué le parece mejor si hacemos un triángulo con esta puta?
—Pues solamente que paguen el doble —replica la doc.
—No, compadre, usted solapas déjesela caimán.
—«Eucaristía del machomén» —piensa Raquel—. A ver pues, decídanse si se va a hacer la cosa, sino paqué están aquí mosqueando la mercancía.
—Sale pues. Llévate a la ruca al cuarto, compa •











CAPÍTULO 34


LA RECHAZAN COMO SIQUIATRA, PERO NO COMO PUTA





«y este madito perro, sin más ni más, me ha mordido»
Antón Chéjov




Sucedió que una mañana, Raquel se despertó con una terrible náusea existencial; se sentía peor que un insecto (a este bicho de perdida lo reanima un rayo de sol). Una especie de tedio le devoraba el alma, un desaliento. No tenía amigos ni relaciones; tampoco amaba ni la amaba nadie. El infortunio y la duda la atosigan, le martirizan la mente. La invade un dolor moral.

—¿No podré yo cambiar mi destino? —pensó.



...que el destino es un maricón sin decoro
que da champán y después chinchón...



De repente su chompeta generó la idea lanzarse otra vez por el sendero que veinte años atrás había borrado; ejercer su chamba, no de puta sino de siquiatra. La ruca se quiso dar la oportunidad de ejercer nuevamente su profesión de curandera de las anomalías y afecciones de la sique. Sin embargo hasta la ilusión más barata se empaña. Y en efecto, ocurrió que al tocar un sinnúmero de puertas en clínicas y hospitales, en ninguno le capearon, no le dieron cabida. Raquel ya estaba muy rucaila y la política laboral tiene sus reglas, pues solamente contratan a jovenzuelas. Ah, e incluso si son madres solteras o traen tatuajes también quedan descartadas.
Contra toda esperanza y sabiendo que las probabilidades de camellar en sus menesteres profesionales, la doc se resignó a continuar en el talón; y es que —perdonando la trillada metáfora—, en su caso, el horno ya no estaba para bollos. Bueno, es más chido entregarse a los placeres concupiscentes que andar en intentonas de enderezar a piratones y guasiados.

—No es fácil cambiar de estilo —pensó Raquel—. Y peor tantito, en un lugar como Tijuana; aquí las cosas son diferentes a las de Hermosillo. Aunque mas ruda, allá la gente no es tan egoísta y tan culerona como aquí, donde hasta el más matón se cree inocente y el demagogo, un dechado de sabiduría. Y los mequetrefes que gobiernan hacen y deshacen a sus anchas, a tal grado que controlan Tijuana como se manipula a una mujer completamente ebria. A veces la hacen pasar por loca o pendeja. Si aquí la peor ramera finge ser una gran dama, ¿por qué yo no he de hacer lo mismo? Si las putas son putas, no por ello les esta vedado el derecho de evadirse momentáneamente del paraíso perdido.

—Dios sabe que lo intenté —dijo para consolarse y emprendió camino a reanudar la actividad de gamberra—. Bueno, el fracaso es como el placer, un nubarrón momentáneo que ya se disipará. El mundo es una favela de dolor con caminos llenos de espinas, veneno y mierda; y sus delicias son pasajeras como la vida misma.

No hay razón para hacerse mala sangre. Si hay borrachos es porque hay caguamas; ergo, si hay coños es que hay putas.

Muy buena pal idioma inglés, la doctora pronto se agenció de una carterita de clientes gabardos en una de las esquinas de la calle Primera. Saber mascar la totacha le facilitará la entrada de cueros de rana a su billetera. A los güeros les cobra buena lana por los acostones; y es que bisnes son bisnes, unas por otras: aceptar que se la jodan para joder. La pucha se ha vuelto mercancía, un bien productor de plusvalía; coño que produce capital constante y sonante.
La conversión del órgano sexual en bono de inversión y unidad monetaria •














CAPÍTULO 35


PUTA NO, SINO SEXOSERVIDORA, LICENCIADO





«Aquí no hay un perro decente en cién kilómetros a la redonda»
Antón Chéjov




«En la posada del fracaso donde no hay consuelo ni ascensor», y con uno tragos de pisto en las tripas, Raquel vivificaba su porvenir confiscado por el tiempo pretérito. Los recuerdos están a la orden. Se retrotrae su mente a la época de universitaria cuando le apodaban la Superwoman por el hecho de haber sido una paladina y promotora de los derechos de las féminas.

—Qué tiempos aquellos —rememora—. Ahora el feminismo es un marasmo, un falso shopping, extravagancia de telepantalla, mero escarceo de exhibicionistas de la moda sexual. El discurso feminista de hoy no pasa de simples comentarios frívolos, un chantaje mujeril atado al cordón umbilical. El feminismo es la muerte de la femineidad, y la prueba de ello está en la androginia que nada tiene de imparcial para dar cabida a hembras y machos. En realidad es que ese aplastamiento de la sexualidad está instituido en favor de la autoridad masculina; ésa es su misión reguladora, que en su versión más extrema representa un factor de represión.
La doctora, ensimismada en sus ayeres feministas, prosigue con sus planteamientos teóricos:

—Los alardeos de la doble moral para desvanecer con golpe sicologista de las palabras que sirven para designar a quienes ejercen el oficio más viejo del planeta, la puta y la putería, «ese cáncer que corroe la rosa de la galantería», dijera Ruskin. Qué afán de querer convertir a las leandras en fantasmas, como si fueran encarnaciones del mal. Con trasposiciones lingüísticas la mochería, vanamente, intenta hacer de la esencia un apariencia. Qué payasada, como si la putería fuera una fe de erratas.
¿Acaso el trueque del matrimonio (sexo a cambio de seguridad) no es un acto de prostitución legalizado e institucional? El sexo es categoría social y política que opera de acuerdo con los dictados de la ideología patriarcal. La galantería y la caballerosidad son sólo paliativos para salvar las apariencias de la injusticia inherente a la condición de la mujer; generosa limosna que funciona a manera de disfraz para dar perpetuidad a la estratificación tradicional. El hombre sigue siendo el patrón doméstico de la mayoría de las mujeres que habitan el mundo.
El amor cortés vino a sublimar a la contundente misoginia, más tarde trasmutado en amor romántico. Feminidad como docilidad complaciente, desde el punto de vista político y, porqué no, animadora y objeto sexual desde el punto de vista de la mercadotecnia publicitaria. Con hábil superchería la burguesía exhibe su opulencia y derroche por medio de las mujeres; una forma para azuzar la envidia de la clase baja.

Elocuente ha sido el feminismo explayado por la doctora. Y, ciertamente, en el seno de la familia patriarcal, el bato representa al burgués y la ruca, al proletariado. En toda relación conyugal subsisten vínculos de evidente manipulación, control y dominio. La igualdad del hombre y la mujer es una quimera que sólo puede ser posible en el plano de la fantasía. El fin ulterior del enamorado es encadenar a su amada una vez que ésta se convierta en su cónyuge (esposa o concubina); después de la adulación vienen los insultos. Detrás de la frenética cursilería y del empalagoso romanticismo está la opresión sexual. Por ello Raquel decidió violar el tabú del recato, la inhibición y el sentimiento de culpa.

Para corroborar el dicho de que el matrimonio es una forma de prostitución encubierta, leamos un par de anuncios que publica el «Club del Amor»:


Soy divorciada, 56 años, méxico-americana, bilingüe, 5'6, 140 lbs, soy alegre y quiero ser muy feliz. Quiero un hombre alto, delgado, americano, blanco, entre 57 y 60 años de edad, económicamente estable, con buen corazón, y quiera una bonita relación con comprensión y lo demás Dios dirá.
(4057) (northridge)



Dama guapa de 49 años, morena clara, 5'5, busca caballero de 60 años o menos, trabajador, respetuoso, cariñoso y solvencia económica, sin vicios. Mandar foto y teléfono.
(4026) (sy)



¡Ah!, tranquilidad y bienestar es lo que pretenden lograr estas nenorras con su modestia escrupulosa. Para que vean que sí hay putas decentes.
Ahora asomémonos hacia donde no prevalece la "moralidad" ni la "virtud", pero en cambio se avizora el debilitamiento de la autoridad del macho y las pudrición de la estructura patriarcal:

SHANTAL 18 AÑOS
BARBY GÜERITA, OJOS GRISES,
DELGADA CINTURITA
"NO LÍMITES"
044 664-172-5704





THAMARA
CHICA HERMOSA, SEXI,
BIEN PROPORCIONADA,
DE 24 AÑOS, OFREZCO
SERVICIO DE MASAJES.
$50.00 DLLS.
EN MI UBICACIÓN, MUY PRIVADO.
044664 488-60-36



En los anteriores avisos se entrevera la utilidad económica que se obtiene ofreciendo el sexo como una mercancía.
¿Qué propaganda resulta más aberrante?, ¿la de las mojigatas que la juegan de muy recatadas o la de las putas que se abren de capa a la bravota?
Es obvio que en ambos casos, las rucas quieren una retribución a cambio de soltar la pepa. La diferencia es que unas la piden sin el fetiche del decoro, pero con sinceridad (soy puta y qué), y las otras con decoro, pero de manera hipócrita (soy puta, pero no quiero que se sepa).
Semejante dicotomía se apoya en una verdad irrefutable: esposa y prostituta, dejando a un lado la doblez moral, se hayan en condiciones similares.

La prostitución que antaño constituyó para la Raquel un acto de libre elección, ahora representaba una forma de sobrevivencia condicionada por una necesidad económica, una alcancía vaginal. Ha desvinculado el placer del acto sexual, y como la esposa tradicional (al fin y al cabo también prostituta, pero encubierta) no tiene más opción que venderse a cambio de seguridad material.

Como las putas siempre viven en el pecado, no resulta desatinado afirmar que debido a tal situación sean consideradas revolucionarias.
Y puesto que no existe antídoto social contra prostitución, a Raquel no le queda otra salida que recorrer un extenso camino tapizado de bichoras •













CAPÍTULO 36


LOS ANHELOS TRASPAPELADOS



Mi fantasía sexual siempre fue vestirme de puta, deseando que un macho me maltratara.














CAPÍTULO 37


LA FUGA EN CUATRO PATAS





«¿Sabe usted si los perreros de la localidad aceptan perros»
Antón Chéjov




El cazaperros adscrito al Centro Antirrábico hizo girar el torniquete que aseguraba la puerta de la carraca donde estaba recluido un perro, un semicachorro que difícilmente se acomodaba a una raza específica de chuchos. Parecía ser una extraña mezcolanza caninos que solamente la pericia de un experto zoólogo o naturalista hubiera podido identificar.

—¡Cállate, pinche perro! —le gritó al animal para que silenciara sus ladridos.
—¡Dale un putazo para que se calme! —vociferó otro de los atrapaperros.

En el preciso instante en que el primero de los cuicos cazacanes se disponía a silenciar al chucho-rehén, intentando para ello amacizar un tolete con el cual golpearía al indefenso animal, éste —aprovechando que su verdugo dejó semiabierta puerta de la jaula— salió juido hacia cualquier rumbo.

—¡Eres un imbécil! ¡Se te fue el perro, pendejo! —le reprochó uno al otro.
—No hay pedo, ahorita lo aperingo —dijo, evasivo.

¡Vete, vete, amigo! —se antojaba imaginar que le decían al fugitivo los demás perros que se hallaban también presos por haber cometido el delito de «vagancia perruna».

—¡Pídele un paro al Miónico!
—¡Órale, cabrón, vamos... antes que se nos pierda!

El perro les lleva media cuadra de distancia. Es media noche. La hora convenida para matar a palos a los perros que, una vez pasados 10 días, no hay dueño que los reclamen.

Ésta sería la última vez que los recogedores de perros callejeros verían al prófugo animal, y el momento en que el destino pegaría un jonrón que cambiaría el curso de la historia; batazo que dará otro sesgo a la vida de una chamaca, estudiante de preparatoria llamada Raquel, quien, a pocos metros de donde sucede la escaramuza perruna, festeja —acompañada de su amigos— su cumpleaños número 18 •











CAPÍTULO 38


ENEAS SE INTRODUCE EN EL TEMPLO DE VENUS







Recargando las nachas sobre el guardafango y en las puertas de una ranfla, parqueada en un solar baldío que los fines de semana sirve de cancha futbolera; chupándose unas chelas y conversando más con emoción que con reflexión, cuatro congéneres preparatorianos y una invitada de lujo (hechos del mismo barro clasemediero) disfrutan la juventud que después, ya de viejos, inexplicablemente —como diría Jaime Sabines—, solamente habrá de llegarles por contagio.

—¿Qué hora es? —pregunta Raquel a sus amigos, estudiantes de bachillerato y compañeros de clase.
—Como decía Rosalina: la hora en que los pendejos la preguntan —contesta uno de ellos con inocua comicidad.

Después de unos instantes de risa, Raquel repite la pregunta; y alguien se apresura a decirle la hora:

—Es temprano, son casi las dos de la madrugada.
—Tengo la vejiga hinchada —comenta Raquel—. Voy a orinar.
Mientras se aleja del grupillo frívolo tratando de buscar un lugar donde expeler los líquidos urinarios acumulados durante la juerga finsemanera, lanza al aire la bachicha de un cigarro al que se les desprenden en vuelo minúsculas libélulas color naranja. A unos cuantos pasos encuentra un sitio que le servirá de improvisado mingitorio y, acto seguido, procede a dar salida al afluente de miados.
Al tiempo que se sube un poco el vestido, Raquel se sienta en cuclillas, pegando las nalgas en sus pantorrillas, y comienza a orinar sobre el pasto. Un hilo de agua emana de su orificio vaginal. Siente un alivio al drenar.

—¡Por los clavos de la cruz de Cristo! ¿¡Quiénes son esos fulanos!? —extrañada, exclama la morra.

Son los perreros que corren detrás del chucho que ha recién has escapado. Sudorosos, fatigados y gritando blasfemias, siguiendo el trajín de la presa, quien enfila marcha rumbo al meadero improvisado donde se encuentra la joven vertiendo el agua de riñón. A punto está de culminar la pipí, cuando mira asombrada que el intrépido animal avanza directamente hacia un objetivo inesperado que le servirá de refugio y esconderse de los persecutores. ¡Pum! ¡Por las putas de la Cagüila, qué tino de cabrón!; derecho a la madriguera del éxtasis donde guarecen los «sólidos émulos de las boas»; en la huronera mojada «donde velan monstruos viciosos con enormes ojos de fósforos que hacen la noche más negra quedando visibles sólo ellos». El perro se ha introducido en la vagina de Raquel; como una espiga de carne y pelos la penetra. Un olor a sangre impregna el aire y el estridente grito que suelta la chamaca se quiebra en llantos; un alarido que parece salir no de un ser humano sino de una bestia agonizante. Siente que le han metido un clavo gigante; le brotan lágrimas y contorsionándose cae de cara al suelo.
La comitiva de cazaperros no da crédito a lo sucedido, y mejor se abstienen de indagar. Tampoco se atreven a decir lo que han visto, los tomarían por chiflados. Los amigos de Raquel se acercan a constatar el resultado del suceso, desconocen la causa de la lesión que ha sufrido su compañera de escuela y de parrandas.
Los perreros, asombrados, pasmados y escépticos, optan por abandonar el lugar. A Raquel la internan en un hospital y al día siguiente la noticia corre como reguero de pólvora ardiendo. A sus compitas les espera lo peor, pues son acusados e cometer violación sexual tumultuaria. Y no salen de la chirona hasta que la chavala, una vez que vuelve sí, declara ante los representantes del ministerio público que sus compitas nada tuvieron qué ver en la machaca. Y es obvio que ella, siguiendo la mismas reservas de omisión que los atrapachuchos, guarda silencio respecto a la verdad del hecho suscitado. Para justificar las lesiones, ella declaró que se había lastimado la pepa con un palo que estaba en el lugar a donde fue a orinar. No hubo más indagatoria y el caso quedó archivado porque no hubo inculpado a quien consignar y procesar penalmente. Pero, ¿porqué mentir?, ¿acaso no podría ella haber convencido al MP testificando que un perro fue el sujeto activo que la lesionó y que ha convertido su vagina en un escondrijo? Si fray Bartolomé de las Casas pudo convencer a los europeos de que los indios tenían alma, ¿por qué Raquel no siguió traza similar a la del dominico? Confesar lo que realmente sucedió era condenarse a ser la hazmerreír o a zozobrar en la locura.

NOTA: Que los lectores me perdonen por la osadía tan ñoñesca, —absurda y surrealista— al injertar el personaje canino en el santuario de la entrepierna del otrora personaje. Momentos de irrealidad que frecuentemente no se distinguen; poca cosa mi desmesura, comparada con la parte final de la novela Cién años de soledad, donde el último eslabón de la estirpe de los Buendía es traído al mundo con una cola de kogüi, como dicen los yaquis.

Transcurrieron varios meses antes de que Raquel, y, por antonomasia, el huésped perruno, comenzará a hacer de las suyas. Aunque el lector y la lectora ya se habrán formado una idea de lo que esta muchacha —ya madurita y como señora copetona de la colonia Pitic— hace al abrirse de piernas y ofrecerle su guacal a los galochos. Gracias al perro afirma su talento y sus encantos •

















CAPÍTULO 39


EN EL LUGAR DEL CONGAL





«—¿Ha ocurrido algo?
—No, no —contestó K.—, era sólo un perro que aullaba en el patio»
Franz Kafka






Econtrábame yo una noche
Transcurridos

















CAPÍTULO 40


IS OVER LA RABIA




«...se fue lentamente sin decir nada, como
un perro al que su amo le da una patada»
Papá Goriot, Balzac





Eneas, que era el nombre del perrito, al petatear la doctora tendrá que abandonar su antigua morada y continuar su faulkneriano destino.
Muerto el perro, ¿qué resultará de semejante desmadre? Eso tendrá que averiguarlo por su cuenta, usted, mi cómplice lector. Porque hasta aquí llega mi prosapia narrativa; de tal suerte que, de aquí pal real, a usted, hipócrita lector —como decía Baudelaire—, le corresponde la obligación monda y lironda de desarrollar la autoincidencia, asumir la función de sujeto explorador y portador del elemento imaginario. Por tanto, le toca insertar a esta historia la conclusión que le venga en gana. (¡Ah!, y no tome muy a pecho el interflujo, le sugiero no seguir la ruta de los escritores, simple pretexto de la existencia. El oficio de escribir es un modo de vida que no da para vivir).
Por inconsecuencia, ya para cerrar este crepusculario —considerando que morir no es algo complicado— voy a refrendar mi simpatía al protagonista perruno, bautizado con el nombre de Eneas, citando un epigrama del chiapaneco Federico Hernández que encontré, cuando yo era morro, en un viejo libro y que sirvió para que «el perrito de peluche» llegara al mundo (de los transplantes literarios), y a pesar de mis esfuerzos, en parafraseo de Borges, nunca lo pude «descervantizar».



Eneas, mi perro querido,
murió, y aunque no lo creas,
tanto, tanto lo he sentido,
que aun estando dormido
sueño que me lame Eneas •

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